28 de diciembre de 2008

Diciembre 22, 2008


He dejado a mi novia. Intuyo vuestra sorpresa. Muchos no sabíais que tenía novia y otros, supongo, habréis descolgado vuestro labio inferior al conocer la noticia de la ruptura. Para quienes os encontráis en el primer grupo: “sí, he mantenido lo que siempre entendí como una relación de pareja durante cuatro largos años”. Para aquéllos con el labio descolgado: “creo ya iba siendo hora de cortar con esta relación y ponerme manos a la obra para encontrar una mucho más satisfactoria”.
La ruptura se produjo el 22 de Diciembre. El fin de semana había sido muy intenso. Casi no nos separamos el uno del otro, intuyendo que el final estaba cerca. Lo hicimos en todos los rincones del “palomar”: sobre la cama, sobre la mesa del comedor, sobre la mesa del té, sobre los sofás, en la mesa del despacho, sobre la nueva impresora, en la cocina, en el pasillo. Quizás el único lugar que nos faltó fue el baño, aunque creo que también ahí cruzamos más que una miradita. Sin embargo, ella me comunicó que era el momento de romper. Aunque ya sabía que la ruptura llegaría algún día, no pude evitar lanzar algún que otro reproche: “he perdido cuatro años de mi vida contigo y ¿ahora qué?”, “no sé si podré salir de esta, te necesito, no sabré vivir sin ti, no puedes hacerme esto”, “ya lo veía venir, siempre supe que había otro”, “te he dado lo mejor de mí y así me lo pagas”, “te vi nacer, te cuidé, te alimenté, te vi crecer, te ayudé a convertirte en lo que ahora eres y me dices que es hora de andar por tu propio pie”. Pero después, el orgullo personal hizo su aparición a través de un grupo de frases trilladas: “no eres tú, soy yo”, “creo que para mí también ha llegado el momento de saber si puedo estar solo”, “eres lo mejor que me ha pasado nunca y no te merezco, será mejor que te deje ir”, “tu necesitas alguien de tu misma talla emocional, social e intelectual y yo no puedo ofrecerte todo eso”.
A las 20:00h del domingo 21 de Diciembre llegamos a la conclusión de que dejarlo era lo mejor para ambos. Recogimos todas sus cosas y las empaquetamos. Clasificamos todo aquello que había ido acumulando durante estos años y le pusimos etiquetas por si en algún otro momento había que recurrir a sus recuerdos. Ella se arregló para la ocasión, vistiendo la camiseta que le había regalado unos días antes con la frase de W. Somerset Maugham serigrafiada en el pecho: «Sólo avanzada ya mi vida me di cuenta de cuán fácil es decir: “no lo sé”»
El 22 de Diciembre se fue con el otro. Tendremos que vernos las caras a la vuelta de navidades porque aún quedan cosas por arreglar. Y en unos meses el tribunal evaluará nuestra relación. Después de eso, el tiempo dirá, aunque no creo que podamos ser amigos, al menos no con ese horrible nombre “tesis”, que desde el principio marcó el final de nuestra relación.

9 de diciembre de 2008

El Reino de Oz


La lluvia, como un conjunto de delicados hilos de seda, acariciaba nuestras caras y, poco a poco, impregnaba nuestras ropas. Íbamos charlando, dando un paseo por unas calles que aunque son ajenas, conocemos bien. En ellas hemos bailado, hemos bebido y comido, hemos cruzado miradas con atractivos extraños que llamaron nuestra atención.

¡Hola! (pausa) ¡qué guapo eres!

Hablábamos de todo y de nada. De nuestros días por Madrid, de las sensaciones que nos vinculan a esa ciudad, de la necesidad de encontrar un lugar en el que encajar, en el que crear un sentimiento de pertenencia, en la que perdernos y no sentirnos perdidos.

¡Hola! (pausa) ¡qué guapo eres!

Hemos intentado recrear esos sentimientos aquí, en la ciudad construida sobre la piedra, pero siempre hemos fallado en nuestro intento. Quizás el problema surge de la comparación, de la atención prestada a las diferencias presentes en los estímulos proporcionados por una y otra ciudad. Quizás Madrid es el reino de Oz, aquél lugar en el que crees que todos tus sueños se harán realidad y cuando definitivamente llegas a él te das cuenta de que el cumplimiento de tus deseos pasa irremediablemente primero por tu forma de proceder. Sin embargo, no hay duda de que las posibilidades de uno y otro lugar son diferentes.

¡Hola! (pausa) ¡qué guapo eres!

Recorríamos el camino de baldosas amarillas, el mismo que tendríamos que emprender de vuelta a la realidad horas más tardes, cuando el mago apareció. Aunque han transcurrido tan sólo unas horas, ya no recuerdo su rostro. No recuerdo su cuerpo, ni la ropa que vestía, aunque todo eso no era importante. Recuerdo sus ojos y como me miró mientras decía: ¡Hola! (pausa) ¡qué guapo eres! He tratado de componer un retrato mental sobre él, guardarlo en mi memoria y colocarlo en mi estantería personal sobre Madrid, pero no lo he logrado, al menos, no como me gustaría. No le dije nada, no supe. ¿Perdí otra oportunidad? Probablemente, aunque esta vez no lo siento así. Siento que las baldosas amarillas se van estrechando y que Oz está más cerca que nunca. Y para recodármelo, suspendidas en el aire, siguen sus palabras: ¡Hola! (pausa) ¡qué guapo eres!