23 de diciembre de 2009

Retrato de una desconocida




El otro día alguien me dijo que cuando mira hacia las luces que iluminan los pisos de un edificio piensa en las diferentes historias que albergarán esas luces y también los posibles problemas que les tendrán ocupados. Comentario que me resultó familiar porque mi propia madre también habla en esos términos cuando viajamos a cualquier otra ciudad. El caso es que volviendo de una ciudad situada al sur de la península, el azar me regaló un encuentro con una de esas historias que pueblan las luces encendidas de cualquier edificio.
La suerte me unió a una maestra que, como yo, se dirigía a Cuenca. Estuvimos hablando, sin parar, las dos horas que duró el trayecto, comentado el frío de nuestra comunidad para, después, compartir opiniones en torno a temas más personales, en algunos casos, pertenecientes a esa intimidad que nos ofrecen las paredes de una casa. Desconozco su nombre, aunque puedo recordar su rostro surcado por el paso del tiempo y, también, por esas experiencias vitales de las que me hizo participe.
De origen conquense, pronto dedica su vida a la docencia al no poder continuar sus estudios universitarios en Madrid, por falta de financiación familiar. También joven inició su relación con el que actualmente es su marido, un ingeniero de obras públicas, que hasta hace poco no tuvo una residencia fija donde construir el núcleo familiar. “La distancia se lleva mal para que engañarte, pero no había otra” me respondía cuando le pregunté por ello.
La espinita de no haber tenido oportunidades para avanzar en su formación le llevó a la creencia de que mejor sería abandonar la capital conquense e instalarse en Madrid para ofrecer a sus hijas las posibilidades de las que ella no pudo disfrutar. Sin embargo, como comprobó después, sus hijas optaron por otras ciudades en las que vivir su experiencia universitaria. Para cuando eso llegó ya había vivido en Barcelona y en Santander, siguiendo la senda de su marido y solicitando traslado tras traslado hasta llegar a ese Madrid que le ha ofrecido muchas cosas pero también le ha quitado otras. Ahora que su marido ya está jubilado y ambos podrían disfrutar de su compañía mutua, ella solicitó el traslado a Cuenca. El observador externo podría pensar que una vez acostumbrado a la distancia ésta se busca. Ella me confirma que no y me informa de que la vida, en ocasiones, te obliga a seguir tomando caminos que uno no desea. La enfermedad de su madre le obliga al traslado para poder atenderla y su marido se queda en Madrid para ayudar con las mellizas de su hija mayor.
La historia personal se corta ahí cuando comienzo a preguntarle sobre su trabajo, cuando comienzo a absorber información sobre su experiencia en torno a todo aquello que a mí me hubiera gustado experimentar en cuanto a la función docente en la educación primaria. Y luego, con la naturalidad de quien habla con un desconocido, comienza su relato en torno a la historia de maltrato psicológico sufrida por su hija y la decisión que ella tuvo que tomar de llamar a la policía. Se pregunta si hizo bien en intervenir, pero no podía seguir viendo aquella situación sin mediar. Y el trayecto llega a su fin cuando me dice que su familia no había tenido grandes problemas hasta aquel momento, pero que nada podía librarnos de sufrir algún tipo de desgracia, de la naturaleza que fuera. Le confirmo la certeza de su pensamiento y me despido, probablemente, para no volver a verla nunca jamás.
No acierto a describir la sensación pero me sentí orgulloso de hablar con ella, de haber fomentado en ella la confianza para comentarme aquellas cosas. Es cierto que creo que necesitaba hablar con alguien que no fuera de su círculo, porque quizás así se sentía menos cohibida a la hora de expresar sus ideas y sus sentimientos. Entonces, volvía tomar conciencia de lo importante que es contar con eso que algunos llaman “apoyo social”, una red de personas o una persona con la que compartir tus inquietudes, tus dudas, tus temores, tus agobios y, como no, tus alegrías, tus ilusiones, tus ideas. El vínculo con otras personas, por muy débil o superficial que éste pueda ser, es importante, fundamental porque nos demuestra que, ante todo, somos sociales y necesitamos del otro, de los otros.

8 de diciembre de 2009

Gorgeous




Resulta que, por aquellas extrañas circunstancias que encierra toda casualidad, una tarde de viernes pude leer en mi ordenador un pequeño mensaje que me decía algo así como “debes reconocer que lo de Cuenca puede suscitar diversos comentarios”. Junto al texto, la primera de las pruebas, la denominada “estática”, fotos en las que se repite un mismo rostro, al principio serio, sonriente después. Rasgos angulosos acompañados de una conversación honesta, aunque todavía estática ya que se produce de forma escrita. Después de dos días, se llega a la segunda de las pruebas, esta vez “dinámica” ya que la imagen se retransmite en tiempo real, con lo que el rostro se llena de movimiento y comienza a irrumpir la comunicación no verbal ligada al video. Ese mismo día, domingo, se completa la tercera de las pruebas, la que mueve la conversación del plano escrito al oral teniendo lugar la primera de las llamadas a través de la que se irán tejiendo diferentes expectativas, imágenes, impresiones….siempre acompañadas de la cautela, aunque con resultados prometedores avalados por la pruebas precedentes. Y así, se va produciendo un trasvase de información diaria con la que comenzar a formar los “perfiles” de ambos implicados. Y en ese trasvase informativo se van cruzando canciones, o más bien parte de sus letras, que son un verdadero regalo, pero que no compartiré aquí. Inevitablemente, como consecuencia de todo ello, la puerta de la habitación que trataba de contener la marea de blanca nieve, tal y como describí en “El muñeco”, comenzó a abrirse por la fuerza de aquello que una amiga me dio a conocer como “la intención paradójica”, disparándose las proyecciones al futuro.

Y el pasado sábado, por fin, la puerta se abrió de par en par. El rostro de las fotos tomo cuerpo y, sin saberlo, atravesó aquella habitación, abrió el viejo armario y rebuscó entre las bolitas de poliespan hasta encontrar el muñeco. Y allí estaba el muñeco, no sabemos si rendido ante la creencia de que lo más probable es que nadie sabría curar su rara enfermedad. Y se produce la cuarta y definitiva prueba: el “tacto” (también el “olor”) y la ciudad de las baldosas amarillas vuelve a cobrar vida mientras paseamos, tomamos un café, charlamos, comenzamos a mirarnos, mientras se produce el deseo de tocar, de abrazar, de besar, de cuidar, de follar, de compartir. Como reza la canción hay bocas que besan, hay bocas que muerden, bocas que alientan, bocas que atormentan, bocas indecentes. Hay bocas cobardes, bocas valientes, bocas ardientes, bocas que paran cañones, bocas que condenan, bocas que echan fuego por la boca, bocas traviesas que se enredan en la noche y se derraman bajo la ropa. Y como Pasión Vega, que no daría yo por encontrar esa boca que rime con esta mía, y es que la boca que he encontrado suena tan bien que por qué no dejarse llevar. Quería hacerte un regalo porque estos días he estado muy feliz. Me llevo tu presencia en aquella habitación, cenando en aquella blanca mesa, compartiendo vistas en aquel mirador, rozando tu cabeza en esa discoteca y observando como tus ojos despertaban o me miraban mientras nos derramábamos bajo la ropa. Nos vemos pronto, gorgeous.

27 de noviembre de 2009

Honestidad


Hay un momento en la vida de todo joven en que, ingenuamente, piensa en aquello que los anglosajones expresan como "make the difference" (marcar o hacer la diferencia). En muchos casos este deseo te lleva hasta tu elección universitaria y, así, uno elige ser trabajador social para cambiar la realidad de determinados colectivos, ser educador de personas con discapacidad para mejorar su calidad de vida y su independencia, ser periodista para dar a conocer la realidad y luchar contra quienes pretenden ocultarla o maquillarla. Sin embargo, a medida que uno recorre su experiencia universitaria, estas ideas van cambiado, tendiendo hacia el pesimismo o, quizás, hacia el realismo, siempre con la máxima de que algún tipo de cambio está claro que se puede ejercer, aunque no sea el esperado. Pero más allá de esa ruptura de expectativas, de ideales y sueños utópicos, cuando te introduces en el mercado laboral está claro que esa nueva realidad te reclama cosas que identifican carencias en el modelo de formación universitaria del que has formado parte y uno tiene que aprender y también reaprender cosas que daba por dadas.

Ahora imaginad el caso de un chico que, por confabulaciones astrales o vete tu a saber que clase de visicitudes del destino, no abandona el ámbito universitario sino que hace de él su espacio para el desarrollo de su carrera. Ese es mi caso y, por honestidad, debo decir que no merecía este puesto. Por honestidad debo asumir que no me encuentro preparado para el desarrollo de mis funciones porque ni siquiera mi formación iba encaminada a lo que pretendo enseñar. Por honestidad debo decir que el sistema universitario es un sitio donde muchas veces no tiene cabida la auto-crítica y donde el manejo de plazas es más que evidente y conocido por todos. Así fue como fuí elegido, gracias a que la plaza que ahora ocupo llevaba mi nombre y mi perfil se "adecuaba" más a la plaza que el de otros curriculums. No obstante, en mi defensa puedo alegar que, incluso con la resaca, que ha durado años, de saber que este no es mi lugar, superando la desmotivación y el tedio que parte de lo que aquí me rodea me provoca, quizás posea una característica que en parte de este colectivo brilla por su ausencia: la autoexigencia. He pretendido dar lo mejor de mí, aprender lo que no sabía para poder comunicar algo (vamos que no sólo me quisiesen mis alumnos por mi belleza natural) y en algunos casos lo he conseguido pero en otro no. Por honestidad debo decir que he llegado a considerarme más un actor que un profesor y no podéis imaginaros lo que actuar cansa.

Hoy he acudido a unas jornadas para profesores noveles (vamos novatos) y no puedo más que ponerme nervioso cuando observo a los que allí estaban y comienzas a ver que, dada la presencia del vicerrector de docencia, todos los comentarios eran políticamente correctos hacia un sistema que ni siquiera nos ofrece la remuneración económica que se presupone ligada a nuestro trabajo. Y mientras trataba de escuchar a los que, supuestamente, son mis compañeros, venía a mi cabeza la selección de personal que dentro de mi departamento se realizó ayer y que, honestamente, respondió al mismo esquema que la mía. Soy consciente de que quizás mi queja es hipócrita y por ello quede invalidada, pero antes de aceptar una realidad que no puedo cambiar me queda el lloro y el pataleo (en mi casita, donde nadie puede verme) ante lo que creo injusto. Injusto porque no va a sumar al "equipo", injusto porque una vez más la docencia universitaria se va a ver deteriorada. En fin, para ser honesto debo deciros que tengo un cabreo de dos pares de cojones y me da rabia que sean estas cosas las que me hagan escribir cuando ahora mismo me están pasando cosas mucho más importantes relacionadas con el periodismo. Un beso bakalao!!

19 de noviembre de 2009

Middlesex


“Nací dos veces: fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974”. Jeffrey Eugenides (2003). Middlesex. Barcelona: Anagrama.

Hace unos días discutía con mis alumnos en torno a la variable género. Por supuesto, sigo creyendo que se trata de una categoría social, construida históricamente y de carácter multidimensional que hace referencia a las creencias, actitudes y preferencias aprendidas como consecuencia de la pertenencer al sexo masculino y femenino. Sin embargo, recordé que hace algo más de dos años, escribí el siguiente texto para un artículo, buscando evidencias de la importancia de la identidad sexual en la formación de la identidad de género. El texto que aquí os dejo se censuró, tratando de evitar la polémica que podría suponer, o al menos la confusión sobre los lectores en cuanto al origen social del género. Mi intención era alentar la discusión, pues luego comentaba evidencias del mayor peso de lo social y que, por extensión, no recojo aquí. Pongo este texto, extenso en su naturaleza, por la crisis creativa de estos últimos meses, y por que, al fin y al cabo, también se trata de una radiografía sobre lo extraído de una novela.
Aunque la mayoría de los recién nacidos presentan unos genitales bien definidos de acuerdo a uno u otro sexo, hay casos en que los genitales son ambiguos. Puede ocurrir que el recién nacido presente genitales de ambos sexos, produciendo confusión a la hora de considerar si es un niño o una niña. En otros casos, los genitales están bien definidos pero son incongruentes con los genes del recién nacido, de manera que una configuración cromosómica XY va acompañada de unos genitales femeninos externos. Conforme a una perspectiva clásica sobre la socialización de género, podría afirmarse que una vez decidido el sexo del recién de nacido (ya sea porque se haya decidido “corregir” quirúrgicamente uno de los dos sexos, o bien se considere que la genitalidad está por encima de los cromosomas) la educación proporcionada en un sentido u otro, marcará la identidad de esa persona.
El contenido de la novela antes citada (Middlesex) ofrece al lector un potente estímulo para reflexionar en torno al paradigma sexo-género. Su protagonista, primero Calíope y posteriormente Cal, se acerca al mundo con genitales femeninos externos, pero oculto en éstos se halla la realidad de un doble sexo: los genitales masculinos. Debido a una inadecuada revisión médica, y unos inexistentes análisis que determinasen su carga genética como varón (XY), Calíope es identificada como chica y educada como tal. A lo largo de la historia asistimos a la conformación de su identidad de género en un sentido femenino hasta el momento en que descubierta su doble realidad tratan de confirmar la feminidad de su identidad. Calíope miente y se describe como chica, aún cuando se percibe así mismo como un chico. Cómo él mismo dice: “primero fui una cosa y luego otra”.
El avispado lector se habrá dado cuenta de que este ejemplo, por supuesto ficcional, representa cierta evidencia contra la creencia de que la identidad de género es un producto de la socialización. Desde esta postura, se entiende que el individuo asimila elementos socioculturales propios de su entorno, que le permitirán adaptarse y, también, desarrollarse dentro del contexto social, a la vez que construye su personalidad. Sin embargo, Calíope es educada como niña desde su nacimiento y como niña va respondiendo a los estímulos externos, hasta que ante la posibilidad de ser operada y conformar su sexo como femenino, decide huir y reconocerse así mismo como hombre.
Cojamos o no el ejemplo de “Middlesex”, la intersexualidad es en sí misma una paradoja que, a priori, podría ayudar a desentrañar el papel que herencia y ambiente juegan en la formación de la identidad de género. Los primeros estudios que habían realizado un seguimiento de personas intersexuales llegaron a afirmar que la identidad no era una cuestión determinada por la configuración genética de estos sujetos (XX o XY), sino que era determinada por la educación durante su desarrollo. Posteriormente, otros investigadores como Dreifus, un investigador relevante en esta materia, afirmaría en 2005 que “puedes castrar a un chico en su nacimiento, crear una estructura genital femenina, educarlo como una chica, y en la mayoría de los casos, ellos todavía se reconocen así mismo como hombres” (Dreifus, 2005). Estos últimos estudios sugieren, por tanto, que la identidad de género es innata, o en cualquier caso no es el producto total de la socialización posterior a la categorización sexual. A pesar de ello, conceptualizar la identidad de género como el producto de la exposición hormonal desde el momento de la concepción, puede suponer una noción muy limitada de ésta.

A partir de aquí se mostraban los por qué.

24 de octubre de 2009

Un mes, un libro


George es profesor de universidad en California. Guapo, atractivo, culto, astuto ha perdido a Jim, el amor de su vida. Ahora relata su rutinaria vida desde que ha vuelto a ser un hombre soltero. Y conocemos a sus vecinos, a su amiga Charlotte, a los soplapollas de sus compañeros (él mismo se pregunta para qué tanto saber si no le sacan dinero) y a ese estudiante con el que parece existir un flirteo. Y todo ello en un único día, el tiempo suficiente para obtener una radiografía de George antes de que...
Bueno, el caso es que Tom Ford ha rodado la versión cinematográfica (sí, el diseñador de moda) y ya han cosechado algún que otro premio con la novela de Christopher Isherwood. Fue escrita en 1964 y lo que dice de la universidad entre sus páginas 69 y 70, sigue en plena vigencia. Vamos que nadie lo hubiera descrito mejor. Ya no tenéis excusa para saber de qué va, podéis ir al cine (aunque esté mal que diga esto).

5 de octubre de 2009

Adictas al prozac


La semana pasada, mi alter ego Luchi, creó un nuevo blog como parte de una serie de juegos para festejar la publicación del libro de un amigo. Durante cuatro días pude disfrutar de mi "yo gamberro y socarrón" (sí, existe), publicando entradas dentro de este blog ficitio acerca de un grupo desenfadado de fans de Lucia Extebarría. Gracias a la participación de algunos de los que leéis este blog y otros tantos que se sumaron, surgió todo un metalenguaje alrededor de las tramas propuestas en cada uno de los post. De hecho, el personaje de Luchi, trascendió su referencia a la escritora y ganó registros insospechados que algunos habéis podido disfrutar en forma de video. El caso es que uno se da cuenta que, sin pretender acercarme al maestro peluche ni menospreciar su trabajo, es más fácil hacer un blog de cachondeo y tratar temas reales de una forma divertida. De hecho, la participación en dicho blog ha sido superior a la que se registra en este otro. Durante un instante, a petición de alguna de las participantes, me planteé continuar "adictas al prozac" y cerrar "radiografías..." (que algunos quebraderos de cabeza me trae). Sin embargo, "adictas" surgió como fruto de una necesidad específica y como resultado de lo que suponía un regalo y la fiesta organizada para la presentación. Es por ello que, a pesar de lo que algunos puedan pensar, "adictas al prozac" será eliminado en unos días. Para todos aquellos que no hayáis podido verlo o queráis echar un último vistazo es el momento. Adictas...es, por tanto, una edición limitada. Entre tanto, podéis seguir "disfrutando" de este otro y entender que su creador disfruta de momentos de claro-oscuro, creo que como todos.
Aquí se despide Luchi.
Un beso, cerdas.
http://www.adictasalprozac.blogspot.com/ (La dirección ya no funciona, el blog ha sido borrado)

25 de septiembre de 2009

Revolutionary Road


Sentada en su vieja butaca cerró el libro al consumir su última página. Lo dejó en su regazo y apoyo sus dos manos contra él. Suspiró mientras pensaba en aquel final que había releído ya cinco veces. Las primeras cuatro veces llegó a la conclusión de que la decisión de April Wheeler había sido la correcta dada su situación. El personaje había tomado una drástica salida ya que se sentía incapaz de cambiar el contexto y la sociedad en la que le había tocado vivir. De hecho, la conducta de April le había parecido la de una heroína y así trato de hacerlo ver a los miembros del club de lectura con los que había compartido su primera revisión del texto de Richard Yates. Por supuesto, aquellas personas habían ignorado su opinión, argumentando que April debería haber hecho algo tan sencillo como pedir ayuda. Sin embargo, ella creía entender la desesperación de April y su dificultad para solicitar esa ayuda. Este evento le hizo abandonar el club de lectura y con él las pocas relaciones sociales que, por aquellos años, mantenía. A sus 65 años se sentía como si ya tuviera 90 aunque seguía aferrada a la vida, no como su personaje favorito. Se decía así misma que no tenía la fortaleza que April y, a pesar de que en muchas ocasiones pensó que su existencia carecía de sentido, nunca fue capaz de seguirla, de tomar ejemplo. Pero aquel día, en el momento en que acabó la quinta lectura de aquella preciosa novela, algo en su interior se rompió. Donde anteriormente vio valentía, ahora veía cobardía y entonces, por primera vez, comprendió las palabras de John Givings en aquella misma novela. April debió haber canalizado su ira y su frustración de otra manera. Podía haberse largado a Europa ya que, al fin y al cabo, dejó a sus hijos huérfanos. Podía haber roto aquella profecía que la autoaferraba a una existencia miserable. Con aquel pensamiento miró a su alrededor y vio todos los libros que la rodeaban. Había dedicado los últimos años de su vida a releer todas aquellas novelas que, ahora pensaba, debería haber tirado hace tiempo. Se levantó despacio, su cuerpo no le dejaba hacerlo de otra forma, y fue hacia su escritorio. Miró todas aquellas cartas escritas a mano donde había volcado todo lo que iba sintiendo durante esos años, donde había hecho comentarios de los libros que iba leyendo y donde se encontraba lo que se suponía era el manuscrito de su propia novela. Lo dejó todo allí, entre las tinieblas de la luz del atardecer que deja paso a la noche. Se vistió con su mejor vestido, metió en su bolso la cartilla del banco y la foto de aquel a quien una vez amo. Dejó abierto el gas mientras se maquillaba. Volvió a su escritorio, cogió las cartas y aquel manuscrito que tanto tardó en acabar. Volcó todos los papeles en el paragüero que adornaba la entrada. Prendió una cerilla y la lanzó contra el papel. Abrió la puerta de su casa y salió a recibir el frío de la noche. Montó en su coche y con una enorme sonrisa puso dirección a Las Vegas. Era momento de pedir ayuda y, mientras tanto, de pasarlo bien aunque eso supusiera acabar con el último centavo de sus ahorros. Ahora, la casa ardía y con ella la April que le había acompañado durante todos estos años.

16 de septiembre de 2009

Follow me


Una brisa recorre la habitación y provoca que mi piel se torne áspera al experimentar el frío, obligándome por primera vez en cuatro meses a cerrar la ventana. Me cobijo al otro lado del cristal y subo mis pies a la silla, abrazándome a mis rodillas mientras en la radio Sara Bareilles canta “One sweet love”. Atrás quedan ya los días de verano aún cuando el calendario se obstina en convencerme de lo contrario.
He comenzado las clases y el frío de las mañanas me ha obligado a vestir chaqueta. Mis paseos en solitario hacia la universidad son ahora compartidos por los estudiantes de secundaria y sus coloridas mochilas. Las tardes han acortado su duración dejando paso a una, cada vez más, madrugadora noche. Aquí me encuentro, apoyando mi barbilla sobre las rodillas y pensando, con melancolía, que la vida sigue siendo una inalterable monotonía de eventos. Estoy esperando a que las vías me regalen una historia ajena a mí o, mejor, que alteren el ordinario acontecer de mi vida.
Unos golpes en la ventana me despiertan de mi ensoñación. Parece como si alguien hubiese golpeado el cristal, llamándome. Una nueva historia, quizás. Abro la ventana para mirar pero no hay nadie fuera. Desilusionado me dirijo hacia el comedor y, mientras camino, un fuerte golpe hace que mi corazón se encoja. He debido dejar la ventana entreabierta. Ahora huele a sal y arena. Una nueva ráfaga, esta vez más fuerte, recorre la habitación hasta el punto en que me encuentro y, como si se tratará de un cuerpo, me coge entre sus mediterráneos brazos y acaricia mis labios con esa mezcla de sol, arena y sal. “Vaya –pienso -seguro que mueve aviones”. Y le dejo entrar porque, al fin y al cabo, resulta ser un ENCANTO. Quizás este otoño sea completamente distinto al resto, quizás este otoño sea el primer otoño del resto de mi vida.

15 de septiembre de 2009

Un mes, un libro


Para desengrasar un poco hasta la próxima entrada al blog, una de novela gráfica o cómic, como prefiráis llamarlo. A pesar de que Planeta me parece una editorial muy rancia para este tipo de propuestas, lo cierto es que me ha gustado. Tercera obra de Esteban Hernández y me he quedado con ganas de leer las anteriores: Culpable y otras historias y Qu4ttrocento. ¿De qué va? Pues os dejo el resumen que aparece en su contraportada, que hoy ando algo perezoso para escribir. Juzgad por vosotros mismos. Besos.


"Suéter es una tragicomedia cotidiana. El protagonista de esta historia hace una voluntaria escala en su personal viaje figurado de recuperación psiquiátrica para hablarnos de lo que pasó regresando hacia su casa en un vagón de metro. Un revisor obsesionado por las dos exigencias que su empresa de subcontratas le plantea para conservar su trabajo (guardar silencio y no perder el tiempo) le hacen enloquecer hasta el punto de convertir esas dos frases hechas en dilemas irresolubles: ¿dónde se guarda el silencio y cómo puede uno encontrar el tiempo que ha ido perdiendo durante los años vividos?. Preguntas que el trastornado revisor cree dirigir a la mismísima Muerte pero con las que en realidad aborda es a Alexis, un ilustre catedrático afectado de gigantismo, embotado y disfrazado de Muerte que regresa a casa desde una fiesta que ha durado demasiado tiempo”

10 de septiembre de 2009

La extraña pareja


Hay historias que nacen enfermas y puede que ésta sea un de ellas. Puede que el enfermo sea quién la escribe pero necesitaba sacarla fuera, arrojarla al blog y así poder olvidarla. Algunos ya me habéis oído tan rocambolesca historia que tiene como germen un pareja real sobre la que he montado todo mi artificio. Nada tiene que ver en realidad esta historia con esas personas a las que ni tan siquiera conozco. Sin embargo, la historia original, que con algunos he comentado, ha cambiado sustancialmente. En fin, he recobrado mi tono oscuro y gris. Siento que no haya espacios en la historia, pero ha nacido así, de corrido, y quería respetar su naturaleza.


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Desconozco cuando se produjo el cambio pero cuando los conocí ya eran así. Me los presentó Andrea, la chica con la que salía por aquel entonces. Andrea era comercial de Mayoral, y se ocupaba de los encargos que Julio y Julia le hacían para su tienda de ropa infantil. Después de años de relación comercial establecieron algún tipo de relación personal y, a menudo, quedaban para cenar juntos. Estas cenas no eran más que momentos con los que evitar la soledad que los tres experimentaban. Más tarde, cuando también participe de ello, me enteré de que la relación había trascendido al plano sexual, y las cenas pasaron a convertirse en una excusa previa a cada uno de nuestros encuentros. No sé que nos llevó a compartir esos ratos de cama, pero el deseo entre los cuatro era cada vez más voraz y no nos importaba no saber casi nada acerca del otro. Eran nuestros cuerpos lo que hablaban y, al menos aparentemente, carecíamos de afecto entre nosotros. Una vez por semana, incluso más, participábamos de aquella especie de intercambio carnal. Los “¿qué tal estás” y otras preguntas de ese tipo se quedaron en las cenas, pues llego un punto en que ni siquiera cenábamos. Llegábamos al piso, nos desnudábamos y nos dejábamos llevar por el placer. Lo cierto es que, al principio esto no me importaba en absoluto. Disfrutaba de aquellos ratos que me hacían no pensar. Con el tiempo Andrea se cansó de aquella situación y nos abandonó. Me dio a elegir entre aquella extraña pareja y yo. Me quedé con ellos. Creo que mantuvimos esta situación durante un año más. Cada vez mi papel era más activo. Julio parecía disfrutar viendo como me follaba a su mujer y yo no tenía ningún reparo en ello. Pero un día lo que era placentero dejo de serlo. Aquel día la secuencia de acontecimientos fue la habitual. Un mensaje a mi móvil me avisó de una nueva cita, llegué a su casa y nada más atravesar la puerta comencé a desnudarme. Julia estaba sentada en el sofá, esperándome. Como venía siendo costumbre ninguno hablábamos pero ese día noté algo raro. La melancolía que siempre había invadido a ambos se encontraba hoy más patente. Sus cuerpos no rezumaban éxtasis como otras veces si no agotamiento, tristeza. A pesar de ello comencé mi tarea pues nunca me abandonaba el deseo que sentía por ellos. Mientras penetraba a Julia puede ver que un par de lágrimas salían de sus ojos y recorrían sus mejillas. Las lágrimas se transformaron en llanto y sus gritos me hicieron parar. Julio me agarró por la espalda y me lanzó al suelo. “Vete”- me dijo. Sorprendido traté de preguntar qué ocurría. “Vete, por favor, ya te llamaremos”-dijo Julio mientras abrazaba a Julia. Preocupado me vestí y salí del piso. Nunca más volvieron a llamarme. Durante semanas los observé en la tienda preguntándome que ocurrió aquel día. Impasibles doblaban la ropa de niño que vendían en su tienda y no hablaban entre ellos. La palidez que ya había advertido en sus cuerpos era ahora más patente. No traté de contactar con ellos pues sabía que ya no era bienvenido. Notaba como nuestro anterior acuerdo se había roto y, puede, que ya supiera de su fragilidad antes de que ocurriera. ¿Qué ocurrió aquél día? ¿Qué hice para salirme de aquel guión implícitamente acordado? Aún me lo pregunto. Años más tarde un conocido me habló de Julio y Julia, le extrañó que aquella pareja resultara tan gris, tan triste incluso con su clientela. Él presuponía que una tienda para niños debía provocar algún tipo de alegría en ellos, como si aquella actividad fuera vocacional. Me dijo que los rumores apuntaban a que la pareja tuvo un hijo y que este murió cuando cumplió los dos años de edad. No sé si aquello era cierto pero esta situación hacia comprensible a mi amigo la actitud que ante la vida mostraban Julio y Julia. Por mi parte nunca supe de la existencia de ese hijo, nunca habíamos hablado sobre la vida personal. Puede que, inconscientemente, comenzara a vincular la muerte de ese hijo con lo que yo viví aquel día, probablemente dentro de lo que pudo ser un aniversario, aunque todo ello no dejan de ser elucubraciones con las que eximirme de toda culpa.

2 de septiembre de 2009

Sulamita


En el “Cantar de los Cantares” una mujer sulamita es la amante de Salomón. Una versión primigenia del Romeo y Julieta de Shakespeare en la que ambos son obligados a separarse con la esperanza del recuentro. Salomón busca con desesperación a la sulamita y éste hecho le lleva a describir su amor de forma poética escribiendo así lo que también se conoce como el “Cantar de Salomón”. Al contrario que en el clásico de Romeo y Julieta la historia de Salomón nos lleva a concluir que el amor siempre triunfa. Desde una óptica cristiana estos poemas son una alegoría al consentimiento y bendición que otorga Dios a la relación entre un hombre y una mujer, la proclamación del amor entre personas de distinto sexo. No quiero con ello hacer una crítica o una proclama a favor del amor homosexual, no trata de ello este post, sino de mi cariño a la sulamita o la versión que conozco de ella.
Aunque ahora no caéis en la cuenta, quiénes seguis semanalmente este blog ya habéis oído hablar de Sulamita, de mi Sulamita. Apareció en el post llamado “Korea” sólo que en aquella ocasión no os dije su nombre. Sulamita (Suli como a ella le gusta que le llamen) es la pequeña vecina gitana de mi padres y que últimamente va plagando de anécdotas mis visitas familiares. Imaginad una niña de unos 11 años, de baja estatura, gordita, vestida con ropas ceñidas que marcan su barriguita y dejan entrever su piel morena. Una niña subida en tacones sobre los que desea aumentar su estatura. Una niña con grandes ojeras causadas por sus continuos lloros y un pelo negro azabache, que aparta de su cara con una estudiada brusquedad. Una niña con una voz ronca a la vez que chillona. Ella es Sulamita, la misma que le dijo a su hermana Sol que los reyes eran los padres, la misma que me enseñó que Falete no es uno de los suyos, la que no quiere jugar con mi sobrina porque prefiere juntarse con los adultos para hablar de las bodas gitanas, de la música que escuchan en el culto, la misma que nos anunció que, por primera vez en mucho tiempo, contaban en su congregación con una pastora y no un pastor (no de ovejas como ella quiso aclararme por si no la había entendido). Y aquí me tenéis como Salomón buscando a Suli cada vez que viajo hasta Tarancón, esperando sus conversaciones, a pesar de que, ya tiene aburridas a las mujeres que todas las noches se reúnen con mi madre en la puerta de su casa para charlar y comer un helado. No obstante, siempre que voy me siento en la acera esperando que aparezca y me cuente cosas para hacerle una de mis radiografías. Y esta es Suli.
Su expresión más habitual es: ¡Buah que asco!. A Suli le da asco todo lo relativo a la comida, desde el pescado, al pollo y también la fruta. Sólo disfruta con las patatas fritas, los helados y las golosinas. Suli me cuenta que todas las noches mueve su cama para acercarla a la de su hermana y defenderla de los terrores nocturnos, aunque en realidad es ella quién tiene miedo a la oscuridad. Me dice que no sabe leer porque cuando su madre iba a tener a Sol tuvo que permanecer en reposo por una amenaza de aborto (otras veces quién tuvo la amenaza de aborto es su tía) y la sacó de la escuela, un sitio que nunca le ha gustado. Yo le digo que ya huele a escuela y que pronto tendrá que regresar, pero ella no quiere. Me cuenta que una gata ha parido en su jardín y ahora no saben que hacer con los gatitos y se culpa de ese hecho por haber lanzado una pera a la gata que, según ella, se quedó para degustar la fruta. Le intento convencer de que a los gatos no les gusta la fruta pero ella me dice que a esta gata sí. Suli no quiere hablar de sus novios, pero dice haberlos tenido. De hecho Suli me dice que ya ha hecho el amor y me entristezco ante tal posibilidad. Suli, eres muy joven, trato de decirle. Los gitanos nos hacemos mayores antes que los payos, me dice ella. No la creo y confío en que la inocencia de su mirada aún sigue incorrupta. Y entonces se va a cenar. Su madre la llama desde el balcón. Ella pregunta qué hay de cenar. Pechuga de pollo, le grita su madre. Buah, que asco, le dice ella. Como no tenerle cariño.

25 de agosto de 2009

Radiografía de un encuentro


Cuando era estudiante me deleitaba con la imagen de que un día, mientras comprara naranjas, éstas caerían accidentalmente al suelo y otro estudiante me ayudaría a recogerlas para después invitarme a tomar una café. Esa circunstancia me llevaría a encontrar a alguien especial, alguien con el que compartir cosas. Los años pasaron y esa idea se volvió cada vez más gris, como una fotografía antigua. Estos días he pensado mucho acerca de la casualidad y las cosas que nos ocurren pero, sobre todo, de la gente que conocemos a raíz de una combinación de circunstancias fortuitas aunque, también, inevitables. Repasando mí reciente viaje no dejo de dar vueltas a las circunstancias que me llevaron a estar en la playa de Maspalomas en el preciso instante en que un grupo de personas eran mecidas por las olas de lo que era un océano algo revuelto, plagado de algas amarillas. Después de una noche toledana en la que partía hacia mi hotel a eso de las 8:00 de la mañana decidí pesarme en una de las ciento de básculas que plagan el sur de Gran Canaria (este hecho será analizado posteriormente). Mientras esperaba el ascensor que me llevara a la habitación 742 decidí desayunar, lo que me devolvió de nuevo al lobby. Con algo en el estómago llegué hasta mi habitación y, tras una refrescante ducha, me metí entre las sabanas mientras escuchaba el ruido del mar y los primeros chapoteos en la piscina. Eran las 13:00h cuando una llamada de mi hermana me despertó. Me vestí y bajé a llamarla al vestíbulo para, después, volver a subir y recoger a Jesús. Comimos mientras las imágenes de la noche anterior se repetían en mi cabeza. Un mensaje de texto me invitaba a silenciar mi mente y abrirme al eros, a vivir. Ese mensaje me calmó y consiguió parar la cadena de pensamientos que la noche anterior me había suscitado. La siesta fue reparadora y no sé a qué hora nos levantamos y decidimos ir a la playa, en busca del número 7. Pedimos un taxi y cogimos el segundo que se acercó hasta la puerta del hotel. Creemos que nos dio un pequeño rodeo hasta el lugar que le habíamos pedido ya que no conocíamos la zona. Llegamos hasta el faro y allí nos entretuvimos mientras nos hacíamos alguna foto. Llegamos a la playa y volvimos a detenernos en lo que creíamos era la famosa barandilla. No lo era e iniciamos nuestra peregrinación hacia el lugar comentado en las guías. ¿Quién de los dos decidió pararse en aquel preciso lugar? No lo sé. ¿Qué hacía que la corriente del agua te arrastrará ese día de izquierda a derecha? No lo sé. ¿Qué me llevó a meterme por segunda vez en el agua aún cuando no era una tarde calurosa? No lo sé. ¿Qué me retuvo en el agua cuando segundos antes había decidido salirme debido a la fuerza de las olas? Tampoco lo sé. El caso es que me encontraba allí cuando comenzaron a rodearme un grupo de “lobas de mar”, cuando empecé a sonreír con aquella loca teoría de criaturas marinas que atacaban a los hombres poco precavidos. Estaba allí cuando aquellos ojos aparecieron entre las olas y me arrastraron hacia el profundo y frío océano dándome calor. Quizás fui atacado o me dejé atacar no es lo importante. ¿Fue todo producto de la más pura casualidad o es algo que debía ocurrir? Quiero pensar en que era algo inevitable, algo que debía ocurrir y que provocaría otra serie de eventos que el futuro marcará, aún cuando no creo en el destino como algo fijo e invariable. Sin embargo, creo en esas circunstancias que van vinculándonos, en esos golpes de coleta que nos acercan a la persona que deseábamos conocer, a esas noches de fiesta que nos llevan hasta la discoteca en que conoceremos a aquél con el que nos casaremos, a esa amiga que nos presenta a un conocido con el que años después tendremos a nuestro hijo, a ese compañero de trabajo al que nunca hicimos caso pero por el que, de pronto, comenzamos a sentir algo. Y creo en todo esto porque son las historias que vosotros me habéis contado y que demuestran que algo espera ahí fuera, de forma inevitable. Este blog ha cumplido un año y, en gran medida, se debe a esas radiografías que obtengo de las conversaciones que mantengo con vosotros. Nunca imaginé el desahogo que supone un blog, así que espero cumplir un año más y que, aunque nos os vea mucho, sigamos vinculados de algún modo a través de estas pequeñas historias.

24 de agosto de 2009

Gran Canaria Diaries: I gotta feeling


Arena, sol, agua, sonrisas, miradas y muchos, muchos hombres podrían ser los elementos de los que se nutre Gran Canaria. Sin embargo, hablar en estos términos reduciría la riqueza de sus paisajes, sus costumbres, su gastronomía y su gente. Aún así y todo, la isla se ha convertido en un punto de encuentro para homosexuales de todo el mundo, principalmente ingleses, alemanes e italianos. Podría afirmarse que Gran Canaria es un gran parque temático para gays, la Florida Europea, como reza alguna famosa guía de viajes, la Ibiza de las Islas Canarias, la Mykonos del Océano Atlántico donde el sexo es fácil, rápido y sin complicaciones. Uno puede dejarse llevar por la marabunta sexual entre la escasa vegetación que habita las dunas de Maspalomas o ligar en uno de los múltiples locales del Yumbo Center, ya que las ofertas son múltiples y variadas y todos los pubs y clubs cuentan con dark rooms y cabinas donde desatar la pasión instantánea, casi en sobre, que se produce dentro de esos encuentros esporádicos. A pesar de ello, es mejor no dejarse llevar por las grandes expectativas ya que ese que, reconozcámoslo o no, de una u otra forma todos esperamos encontrar (“The one”) es probable que frecuente dunas y clubs, pero vaya buscando una sex date.
Pero éste es uno de los muchos atractivos que tiene la isla que, si bien es una isla árida sin la vegetación de otras que la rodean, cuenta con parajes y sitios de especial simbolismo donde, no sé por qué, uno se siente tremendamente bien, como si por fin encajara en algún sitio. Su capital, Las Palmas, aunque algo caótica en cuanto a su creciente urbanismo, cuenta con pequeños rincones donde escapar de la aglomeración de una gran ciudad y disfrutar andando por antiguas calles, de esas estrechitas que tanto me gustan, en las que darse besos furtivos a la vez que se visitan pequeños museos (El museo Casa de Colón es tremendamente recomendable por el edificio en que se ubica) y cafeterías con estética moderna en las que descansar mientras se respira la brisa del cercano océano. Hacia el interior de la isla, por carreteras estrechas al borde de altos precipicios, se encuentra el que para mí es el lugar más especial de la isla: El roque Nublo. Un solidificado cilindro de lava que ha resistido a la erosión del volcán que lo provocó, al que se accede tras caminar 15 minutos por una paraje que recuerda a la sierra conquense. Una vez llegas a su explanada, el paisaje cambia y dadas las dimensiones del lugar uno toma conciencia del pequeño lugar que ocupa en el mundo, como la pequeña deidad de la isla (La virgen del pino), de obligada visita tal y como me indico un canario, al que tengo que agradecer sus consejos y preocupación por asegurarse de que este viaje no sólo fuera arena, sol y agua. Desde luego, todos los destinos vacacionales (incluida Benidorm) tienen algo especial, sólo es necesario buscarlo ya que, afortunadamente, la vida se abre camino en todos ellos y las cosas hermosas no están esperando allá donde vayamos.

Continuará….

12 de agosto de 2009

Vedreao


Tendría 12 años, o quizás más, cuando mi madre me dio una pequeña maleta en la que meter mi ropa y poder así trasladarla más cómodamente al lugar de vacaciones. Realmente no era una maleta si no más bien una especie de neceser grande que había comprado para su viaje de novios. Recuerdo que era gris y estaba rodeada de una cinta negra con la que poder moverla de un sitio a otro. Ceremoniosamente los primeros días de Septiembre doblaba mis camisetas y pantalones cortos y los iba almacenando cuidadosamente en la pequeña maleta. No había mucho espacio, lo que me obligaba a seleccionar muy cuidadosamente aquello que quería llevarme, considerando además que debía incluir calzoncillos, calcetines y también algún tipo de calzado. En cuanto a los juegos con los que pasar el rato, por aquel entonces, no existían las modernas consolas de mano, sino aquellas maquinas que contenían un único juego, en mi caso el de una nave espacial que debía evitar una lluvia de meteoritos que se repetía hasta la eternidad, pero nunca lo llevé a la playa, pues en ella podía disfrutar de otro tipo de imágenes.
Durante aquellos viajes de veraneo íbamos acompañados de otra pareja, a veces más, amigos de mis padres. Sin embargo, el único niño era yo. Los demás tenían hijos mayores que preferían quedarse en el pueblo para disfrutar de la libertad y de los días de fiestas, tal y como hacía mis propias hermanas. Este hecho me convertía en el hijo de todos ellos y hacía que no me faltaran los helados, las cometas, los balones y los cómics que devoraba en la caliente arena. A pesar de ello, yo echaba de menos poder viajar con mis hermanas pues entendía que ellas, más cercanas a mí por edad, podrían empezar a enseñarme cosas del mundo, cosas que me eran vetadas por aquellos otros más adultos.
Aún así, en ocasiones, el amigo de mis padres me decía: “Raúl, ¿vamos a ver el vedreao?”. Al principio no sabía que quería decir con esa palabra, pero la idea de pasear por la playa y la expectativa de beber algo en un chiringuito mientras me dejaban comerme todo el pincho, era más atractiva que permanecer tirado en la toalla viendo pasar las horas. Mientras andábamos me iba diciendo: “mira allí cuanto vedreao”. Con ello se refería, mayoritariamente, a las chicas que hacían topless en la playa, pero también al resto de mujeres que lucían su cuerpo en bikini o bañador. Yo participa de aquello diciéndoles “mirar, mira allí todo lo que hay”. Y gracias a la popularidad de las playas nos encontrábamos de todo: pechos más grandes, más pequeños, coronados por un pezón firme, en otros menos firme.
Aquellos veranos me ayudaron a conocer las diferencias entre un pecho operado y un pecho natural, aunque todavía la cirugía estética no había alcanzado el boom de años después. El secreto, según el amigo de mis padres, residía en observar a la chica tumbada. Si el pecho no se descolgaba ligeramente hacia los lados sino que quedaba rígido, como mirando hacia arriba, había muchas probabilidades de que albergara silicona. La idea de la silicona me disgustaba un poco porque la única que yo conocía era la que mi padre aplicaba mediante una pistola en las juntas de la bañera y no podía imaginar como una chica introducía esa misma sustancia en el pecho. Llegue a imaginar que dado que el pecho contiene pequeños orificios de salida para dejar escapar la leche, también podrían ser utilizados como conductos de entrada, aunque esto me desagradaba. Estos pensamientos recorrían mi cabeza durante aquellos paseos cuando comencé a fijarme en otro tipo de bultos y en otro tipo de pechos, en este caso en los masculinos. No sé cuando empezó esa costumbre, pero recuerdo que ya entonces me planteaba que aquello no era lo “correcto” o al menos lo que se esperaba de mí. Aprendí a callar la existencia de ese otro tipo de vedreao que en mi imaginación tanto placer me producía, pero no lo perdí de vista. Hoy me he enterado que la palabreja es también un vocablo de la manchuela con el que se refieren al conjunto de piezas de vidrio o loza para el servicio de mesa. Me sigue gustando más el significado que tiempo atrás aprendí. Ahora, más mayor, cuando vuelvo a la playa sigo dando esos largos paseos y, cómo no, sigo disfrutando del vedreao.

6 de agosto de 2009

Un mes de verano, un libro


Aprovechando el tirón actual de la novela negra y, en concreto, el éxito de la saga Millenium de Steig Larsson, Seix Barral nos acerca otra autora escandinava con el mismo apellido del malogrado autor de Los hombres que no amaban a las mujeres. El propio Steig Larsson reconoció que no durmió hasta que terminó la novela de Assa Larsson (que no es familiar, debe ser una apellido muy común). Aurora Boreal es un proyecto menos ambicioso que la saga mencionada, escrita con anterioridad a ésta, pero tiene un punto a su favor: no se entretiene en derroteros sino que desde su inicio la acción se va repartiendo a partes iguales a lo largo de todo su desarrollo. Un joven predicador que había rozado la mano de dios es macabramente asesinado y la trama nos lleva a un complicado juego de relaciones que nos enseña el lado oscuro de una comunidad religiosa. No sé que ocurre en estos países, tan desarrollados científica y socialmente, que convierte a sus ciudadanos en retorcidos asesinos, donde la iglesia siempre está presente. Será que al no poder disfrutar del sol, los amigos y las cañitas a uno le da por volverse loco y liarla parda, para muestra los libros de Steig Larsson. Además no es tontería que alcancen los íncides de violencia más altos, sobre todo en los relacionado con la violencia contra la mujer. En el caso de Assa Larsson no habla de violencia de género, aunque también podría serlo. Quizás lo más llamativo para nuestras temperaturas actuales es que nos transporta a unos parajes gélidos que hacen más llevadero nuestro caluroso verano y nos presenta un personaje, también femenino, con la que ha escrito varios libros que esperamos no tarden mucho en traducir. Si no podéis esperar, y sabéis sueco, podréis comprarlo en Ikea, que vende libros en sueco para adornar nuestras estatenrías.


Feliz Verano.

5 de agosto de 2009

Cortarrollos


El pasado lunes, cuando entraba en el Mercadona para comprar el habitual pan integral, la pechuga de pollo, las judías verdes y el arroz, me encontré con que una de las cajeras le decía a un grupo de chicos que no podía venderles alcohol por no haber cumplido todavía la edad para ello. Sobre el mostrador tres botellas de vodka, una botella de whisky, 6 latas de coca cola, 6 latas de fanta naranja y dos bolsas de hielo. La cosa quedó ahí, pero cuando me dirigía hacia la sección droguería en busca de preservativos, para el viaje a Gran Canaria, dos chicas (muy guapas, pero algo sobre arregladas) comenzaron a mirarme. Desistí en la compra de condones pues sus miradas me intranquilizaban y me dirigí hacia la sección de zumos, huyendo de ambas. Sin embargo, ellas me siguieron.
“Perdona, puedes hacernos un favor”-me dijeron.
“Uno o los que hagan falta”- pensé, siempre llevado por mi carácter altruista.
“Mira, es que queremos hacer un botellón y resulta que somos menores de edad y no nos quieren vender alcohol. ¿Podrías acercarte a la caja y pagarlo por nosotros, tenemos un amigo allí esperando?”- hablaban con osos golosos.
En ese instante me debatí entre mis sentido de las responsabilidad cívica (yo que no he curado educación para la ciudadanía) y mi deseo por agradar a esas dos chicas. Al final, mi civismo gano al hedonismo y les dije que no podía hacerlo. Ellas apelaron a mi juventud ya perdida y al hecho de que seguro que a su edad (15 años) yo también habría hecho botellones.
“Hace tanto de aquello que ya no lo recuerdo”- les dije. Añadí que lo sentía, pero eso les dio lo mismo. La más alta y guapa me dijo: “no nos cortes el rollo, por favor”. Volví a decirles que lo sentía y mientras murmuraban (supongo que maldecían), se marcharon en busca de otra persona a la que pedirle el favor.
Regresé a la sección de cepillos de dientes y preservativos (al final no los compré porque no tienen los que buscaba) y pensé que, probablemente, se habían acercado a mí por una supuesta cercanía de edad y eso me complacía. “Me habrán visto joven y quizás incluso me invitarían al botellón”-medité. No obstante, cuando llegué a la caja, era una persona más mayor que yo, una mujer negra, la que les pagaba las bebidas. Mientras pagaba mi compra me preguntaba si no sería más fácil vendérselo directamente a ellos ya que el daño es el mismo. La cajera sabe perfectamente que el alcohol es para ellos y, sin embargo, accede a la venta si es una persona mayor quién la hace. En fin, a parte de estas contradicciones casi metafísicas, cuando salía del supermercado el grupo de jóvenes se encontraba fuera. Una de las chicas comenzó a decir: “ha sido ese” La otra comenzó a gritarme: “cortarrollos, eres un cortarrollos. Su voz se apagaba mientras me alejaba del supermercado.

Cortarrollos. Lo escribo junto porque me gustó la expresión y debería constituir una única palabra. Lo he estado pensando y creo que la chica tiene razón, soy un cortarrollos y no sólo por este evento, sino por muchos otros. Más de uno habréis abierto el blog en un bonito día primaveral en que estabais más felices que unas perdices, habréis leído un relato de los míos, de esos que son más negros que blancos y habréis pensado: “vaya cortarrollos”. Pero bueno, uno no siempre tiene lo que quiere y, por eso, no me dio la gana comprar el alcohol. Con lo que yo hubiera dado por irme de botellón y recuperar años perdidos. Pero, ¿un lunes? Pues eso, un cortarrollos del copón.

3 de agosto de 2009

Death Ball


Sorprendido vio como su amigo caía al suelo. Su cuerpo quedó escondido entre las altas y secas hierbas que plagaban la explanada. El arma se desprendió de sus manos hasta alcanzar el suelo pero aún podía sentir el calor sobre su piel. Confundido observó como su amigo se convulsionaba pero no acudió a socorrerle. Se encontraba en estado de shock, paralizado por lo que acababa de hacer. Había fantaseado, muchas veces, con la posibilidad de matar a alguien pero nunca lo había intentando, tenía miedo a que aquella sensación le gustara y ya no hubiera marcha atrás. Sin embargo, lo que había ocurrido era diferente, no había sido su intención y, es más, no creía tener un arma de verdad entre las manos cuando comenzó a disparar a bocajarro contra el cuerpo de su amigo.

La tarde había comenzado como muchas otras. Una llamada de Julián le había despertado de su siesta: “¿vamos a las vías a matar zombis?”. No opuso ninguna resistencia. Cogió su mochila y metió la reproducción de la metralleta que su padre le había regalado por su cumpleaños y, también, la reproducción de la 9 milímetros automática que Julián y él había comprado en la web y que recibieron ayer. Su afición por las armas venía de familia. Desde los 14 años había acompañado a su abuelo y a su padre en las cacerías. Poco a poco aprendió a matar perdices y conejos con una habilidad que sorprendía a sus generaciones previas. No tenía arma propia, no podía tenerla, pero su abuelo le dejaba utilizar una de sus viejas escopetas. De vez en cuando, su padre le dejaba desenfundar su arma reglamentaria, pero sólo desenfundarla. “Papa, ¿cómo es matar alguien?”- le preguntó en varias ocasiones. “Es mejor que no lo sepas”-contestaba el padre, que nunca había utilizado el arma.

La zona de juegos estaba situada junto a las vías del tren. Las viejas estructuras ferroviarias ofrecían plataformas elevadas desde las que divisar al enemigo y, también, diversos escondites desde los que esperar a los incautos que osaban acercarse hasta ellos. Aquel día, Julián cambió las reglas del juego. “Porque en vez de jugar como equipo no luchamos como enemigos”. Le gustó la idea y no tardaron en ponerse de acuerdo sobre las normas a seguir. “En este árbol colgamos un pañuelo. Tú partirás de aquel extremo de las vías y yo de aquél otro. Sólo podemos utilizar la ametralladora, el arma la reservamos para rematar al enemigo. Tres impactos antes de coger el pañuelo producen la muerte. Gana quien coja el pañuelo o no haya muerto antes de llegar hasta él”.

Cubrieron sus rostros con sendos pañuelos, a modo de pasamontañas, y se dispusieron a comenzar el juego. Avanzaban lentamente observando los movimientos del otro y, de vez en cuando, se podían ver pequeños objetos rojos surcando el aire. Las armas con las que jugaban lanzaban pequeñas bolas de pintura roja que se estrellaban contra el suelo, las plantas o el metal perteneciente a las vías que se amontonaban unas sobre otras.

Había recibido dos impactos cuando vio cómo Julián corría hasta el árbol donde se encontraba el pañuelo. Apuntó, disparó e hirió a Julián en la rodilla que acabó tirándose al suelo para evitar más impactos. Mientras Julián trataba de localizar a su compañero recibió un nuevo impacto, esta vez en la espalda. Su enemigo se encontraba ahora detrás de él. “Levántate”-le ordenó. Julián se puso en pie y se giró para poder verlo. Su oponente tenía en la mano la 9 milímetros. Parecía tan real que, por un momento, Julián sintió un escalofrío. “Es hora de morir”-le dijo. Disparó cuatro veces. A pesar de la cara de sorpresa que ponía Julián no se dio cuenta de lo que estaba pasando. El rojo de las bolas era tan similar al de la sangre que no entendió que había disparado de forma real hasta que vio como su amigo caía al suelo.

Lloraba, incapaz de moverse mientras veía como a Julián se le escapaba la vida. Todo había sido el producto de una fatal casualidad. Cuando abrió el paquete que contenía la pistola de “juguete” corrió a compararla con la auténtica, la que su padre guardaba en la caja fuerte y a la que él tenía acceso porque conocía la combinación. Estuvo tocándolas un buen rato y al regresarla a la caja había confundido ambas armas. Ahora le gustaría tener un mando a distancia con el que poder rebobinar hasta ese mismo instante o al menos hasta el instante en que blandió el arma contra Julián. Su cabeza fue atravesada por un cúmulo de imágenes: los ojos vidriosos del primer conejo al que mató, la perdiz en la boca de su perro, su abuelo luchando contra el retroceso de la escopeta, los días de juego con Julián que ya nunca se volverían a repetirse. Cogió su teléfono móvil y marcó el 112. La ambulancia no tardaría en llegar. En el silencio de la tarde que ya terminaba, se oyó otro disparo.

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La foto que tenéis arriba es real. Presencié el juego el viernes pasado desde mi ventana. La vía sigue regalándome historias que contar. Por supuesto el juego de los dos chicos no acabó como ha sido narrado, aunque me pareció peligroso.

28 de julio de 2009

KOREA


El barrio en el que crecí colinda con otro cercano al que la gente llama “Korea” con K. Un barrio de viviendas protegidas que, como muchos otros en nuestro país, fue foco de marginalidad y residencia de buena parte de la población gitana. Durante mi juventud crecí en la creencia de que, si bien no todos los gitanos eran malos, la mayoría eran vagos y poco fiables. Al gitano había que tenerle miedo, más aún cuando se movía en grupo, ya que su fuerza radicaba en la unión de la familia en temas de resolución de conflictos a través de la fuerza. Por este motivo, durante mucho tiempo, mi país del miedo estuvo habitado por gitanos. No sé de donde provenía este miedo puesto que, aunque mi padre siempre mostró hostilidad hacia ellos, mi madre mantenía excelentes relaciones con algunos miembros de la comunidad gitana. Largos años he dormido entre las sabanas que compraba a Carmen, una de las matriarcas, con la que hoy sigue hablando acerca de temas de salud y otras preocupaciones. También estaba “Jenry”, un gitano con deficiencia mental severa, que cuando te veía fingía masturbarse mientras emitía gruñidos, pero que despertaba más ternura que desprecio. Tampoco tuve ningún enfrentamiento o episodio que alimentara mis miedos pero, todavía hoy, puedo recordar el pánico que me producía cruzarme con algún joven gitano cuando regresaba a casa después de una noche de fiesta.

Hace muy poco tiempo, mis padres mudaron su residencia una calle más arriba de la que vivían entonces, más cerca de Korea, aunque el barrio ya no es lo que era. La mayoría de los gitanos se han marchado a otras zonas del pueblo donde se habían alojado inicialmente los nuevos ricos. Coincidiendo con nuestra mudanza una familia gitana, formada por aquellos que años atrás observaba por las calles de mi barrio, se han mudado a la casa de al lado. Fruto de este matrimonio dos hijas. Una de ellas, la mayor, gordita y con la voz que algunos humoristas han popularizado imitando a los gitanos, me busca para hablarme de sus costumbres, de su amor por la música flamenca, de sus bailes que han conseguido escapar a los éxitos internacionales de Lady Gaga o Madonna. Durante una de estas conversaciones me revela que cuando su hermana pequeña tenía cuatro años le dijo que los padres eran los reyes, mejor ella que otra persona, me cuenta. En su móvil busca la lánguida voz de “El Gordo” para que así pueda escuchar el cante gitano, como ella lo llama. Le pregunto si dicho cantante es Falete. Ella pone sus ojos en blanco y, rotunda, me dice: “él no es de los nuestros”. Me rió por su comentario mientras saludo a la mujer marroquí que regala a mi madre pan de pita para agradecerle la ropa que el otro día le dio. Me sorprende ver como mi padre le da dos besos a esta mujer y le desea feliz verano de vuelta en Marruecos y ella le dice: “adiós amigo”. Me deleito con la diversidad de ese microcosmos que es Korea y por unos instantes me olvido del país del miedo, que seguirá rondándome pero, ahora, me preocupa menos.

17 de julio de 2009

Embarazo(sa)


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Aquí os dejo otra historia sin final. Mi deseo ahora es que os plantéis y me digáis cómo se ha podido producir lo que a continuación se relata, qué explicación daríais vosotros al respecto. Se trata de un relato al que llevo mucho tiempo dándole vueltas y que por diferentes circunstancias no ha sido colgado previamente. No es mi deseo hacer una broma de una situación como ésta, transformarlo en algo cómico con lo que mofarme de ello. Todo lo contrario, pues comprendo y comparto los anhelos de algunos de los que leereis este post y mis sueños viajan siempre junto a vuestros deseos. Sin embargo, me he animado a publicarlo por vuestros comentarios a Oxido 2.0 y porque siempre funcionan mejor en el blog los relatos en los que pido vuestra participación. Debo avisar que no se trata de un relato finalizado. No negaré que he pensado en su posible desarrollo y final, pero es algo que escapa a las posibilidades del blog. Sólo quiero vuestros razonamientos. Besos y feliz verano.

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La alarma del despertador llenó la habitación de ruido, a pesar de ser domingo. Llevaba más de media hora despierta, pero siempre esperaba a su señal para abandonar la cama y preparar su desayuno. Se dirigía a su pequeña cocina y exprimía naranjas mientras se lamentaba de pasar sola otra mañana de domingo. Hacía mucho tiempo que no despertaba con un hombre a su lado y, desde entonces, sólo ocupaba el lado derecho de su cama, como si esperará que durante la noche alguien se materializara al otro lado. Le gustaban los hombres fuertes, aquellos que cuando la abrazan parecía que la iban a romper en dos, aunque siempre era su corazón el que se partía. El sexo tampoco había sido abundante durante los dos últimos años. Puede que dos o tres encuentros con aquel compañero de la facultad que seguía empeñado en vivir como un estudiante y se resistía a abandonar la tuna a pesar de sus treinta y cinco años. Él no era ninguna maravilla, no tenía ni los brazos ni el cuello fuertes como a ella le gustaba, y el sexo no era nada del otro mundo, pero echaba de menos el calentón que experimentaba mientras se desnudaban el uno al otro.
Mientras pensaba en ello, el olor que desprendía la leche al verterla en un vaso le produjo una pequeña arcada y, cuando las tostadas reaparecieron en el tostador, salió corriendo en dirección al baño con la intención de vomitar. Se agarró fuertemente del lavabo pero no ocurrió nada, tan sólo una fina línea de saliva se desprendió de su labio hasta tocar el blanco mármol. La sensación de mareo llegó segundos después pero duro poco y en unos minutos recuperó la normalidad, como si nada hubiera ocurrido. Volvió despacio a la cocina por si le sobrevenía de nuevo la sensación de mareo. Tiró la leche y el zumo por el fregadero y arrojó las tostadas a la basura. No le apetecía comer, aunque más bien tenía miedo a que la fuerte arcada se repitiese al intentarlo. Las nauseas desaparecieron con la misma rapidez que habían aparecido y el resto del domingo transcurrió sin ningún sobresalto. Sin embargo, el lunes por la mañana regresaron con más intensidad de la que lo habían hecho el día anterior. Por supuesto, algo le ocurría, ¿pero qué?
Experimentó nauseas, mareos y cansancio durante toda la semana. Dormía más de lo habitual y ya no oía la alarma del despertador. Un día en el trabajo se sobresaltó dando cabezadas frente al ordenador. Comenzó a preocuparse y pidió cita a su médico que sugirió un análisis de sangre. Tras el análisis, las preguntas se sucedieron: ¿nota sus pechos más duros de lo habitual? ¿cuándo tuvo su última regla?. Estaba embarazada y no había advertido los síntomas. Andaba muy liada en el trabajo y cómo iba a pensar en aquello si hacía más de ocho meses que no mantenía relaciones sexuales. No podía creerlo, ¿cómo era posible? La verdad era que estaba embarazada de cuatro semanas o al menos eso le dijeron. No sabía como había podido ocurrir y le atormentaba la idea de que su futuro hijo fuera inmaculado.

10 de julio de 2009

En torno a la salsa agridulce




Eventualmente, cuando volvemos de algún viaje, mi madre siempre me dice: “vayamos donde vayamos siempre tenemos que volver al mismo sitio”. Yo le contesto que es bueno tener un lugar al que regresar pero entiendo que su frase tiene más que ver con lo dulce del momento en ese nuevo lugar y lo amargo de no poder alargar la estancia. Antes de ayer regresé a Madrid y, ya sabéis, que la capital siempre me ha producido sensaciones contradictorias. El motivo, esta vez, el concierto de “Pet shop boys”. Llegamos a eso de las cinco de la tarde, haciendo la obligada visita a la Fnac y, como no, comprando un libro. Nos refrescamos un poquito y nos fuimos para Vista Alegre que a mí me recordó a Esperanza Sur, de la serie Aida. Nunca antes había estado dentro de una plaza de toros, sin menospreciar la que montan en mi pueblo para las fiestas. El concierto fenomenal, me gustaron mucho y, la verdad, no soy nada fan. El éxtasis llegó cuando vestido con una capa y una corona el cantante versionó “Viva la Vida” de Coldplay. Disfruté mucho y miré, miré todo lo que pude. Como siempre, mucho niño mono pero ninguno solo. Dejamos Esperanza Sur para cenar en el Vips y la elección estaba clara: pechuga a la Toscana (me faltaron mis patatillas y judías). Y después al Museo Chicote. Nunca había estado pero procuraré volver. El camarero, cubano, nos atendió fenomenal y nos invitó a dos cócteles de su elección que, sin duda, fueron los mejores. Recuerdo el cóctel cubana, pero no el otro. Mientras bebíamos veíamos la dificultad que la puerta giratoria del local suponía para quien, tras degustar los cócteles, trataba de abandonar el local. Por supuesto, también nos pasó a nosotros. Antes, sin embargo, entre trago y trago de Amanecer (mi cóctel) aguantamos las ganas de mordisquear las aletas de cierto individuo sentado a nuestro lado. No sé que me pasa últimamente con las espaldas pero las he convertido en mi fetiche. Después de unas risas, y ya animados, creímos poder recorrer algún que otro club madrileño, pero cual fue nuestra sorpresa, todo estaba cerrado. La resaca post-orgullo se dejó notar en Madrid y tuvimos que irnos al hostal después de haberlo intentado en Hot y El paso (nos apetecían emociones fuertes). Nos sobrevino cierta amargura pensando que probablemente en nuestra ciudad algún que otro bar permanecería abierto, mientras que en la capital….ni corazonada, ni feel it in my bones, ni Madrid 2016, ni nada de nada. Y con todas esas sensaciones traté de dormir mientras pensaba que es cierto que Madrid sabe a humo, a alquitrán, a tierra, a sudor y suciedad. Que nadie puede negar que Madrid sepa a estrés, a fugacidad, a individualidad, a soledad rodeada de gente. Pero aún así, Madrid también sabe a risas, a compañía, a buenos amigos, a sexo, a lujuria, a felicidad. Como la salsa, Madrid es agridulce. Ahora que sigo educando mi sentido del gusto he decidido probar otras salsas y este verano he pensado hacer un viaje sólo, probar los sabores de otras ciudades, de otros lugares y, cómo no, de su gente.

6 de julio de 2009

Óxido 2.0


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El pasado día 29 de Mayo de 2009 os proponía una historia para continuar. Algunos os manifestasteis y propusisteis varias ideas. He tratado de integrarlas en la construcción de un relato que, como os dije, no tenía pensando previamente, pero que estaba motivado por un hecho real que novelé en el anterior post (Óxido 1.0). Siento que no haya podido ser cómica, pero tiendo a ver más tonos grises que colores y, qué queréis que os diga, el óxido no invita a otra cosa.

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Cuando despertó se encontró mirando la barroca lámpara que colgaba del techo. Una araña la había convertido en su casa y una mosca se movía nerviosa en su intento de desprenderse de la telaraña, sabiendo que su predador no tardaría en llegar. Dirigió su vista hacia la mesita y el reloj marcaba las 7. El sol de la mañana iluminaba toda la habitación y por el rabillo del ojo pudo ver las formas del cuerpo que se hallaba tumbado a su lado. No recordaba con exactitud los acontecimientos del día anterior, pero suponía que el alcohol y el sexo había sido la tónica dominante, tal y como lo habían sido durante los últimos treinta días en Berlín. Posó los pies sobre las frías baldosas y cuando trató de incorporarse el peso de su cuerpo lo obligó a tumbarse de nuevo y recuperar la horizontalidad. En ese momento, su compañera de cama se levantó dejando ver un cuerpo delgado. Mientras la observaba se dio cuenta del enorme parecido que guarda con la cineasta Isabel Coixet. Le ponían las tías que parecían intelectuales negativas. Sin mencionar palabra, ella se vistió rápidamente, rodeó la cama hasta llegar a la mesita que él tenía a su lado, cogió su cartera y extrajo dos billetes de 100 euros. Él no rechistó, estaba habituado a pagar por sexo.
Ahora recordaba el día en que el coche lo había recogido alejándolo del lugar en el que vivió durante los últimos 12 años. No echaba de menos la ciudad, tampoco la gente que allí abandonó y que ahora se preguntarían dónde estaba. Sabía que su viaje era sólo de ida. Echaba de menos el anonimato del que allí había disfrutado, la posibilidad de haber retomado su vida. Una semana antes de aquel encuentro había recibido una carta en alemán, su lengua materna, en la que le explicaban como lo habían localizado y la obligatoriedad de un encuentro como paso previo a su regreso a Berlín. En el coche en que fueron a buscarlo se encontraba su antiguo editor. Hacía años que no sabía de él, justo desde el día que decidió desaparecer, agobiado por la fama fruto de la publicación de su primera novela “Como asesinar al hijo de un aristócrata bávaro”. Él éxito de la novela y el dinero que ésta le procuró le llevó a una vorágine de sexo, drogas y vida nocturna. Había perdido el control sobre su vida, su novia le abandonó y con ella se fue la creatividad, sus ganas de escribir y la imposibilidad de cumplir con el contrato que había firmado y que le obligaba a escribir la segunda parte de la novela “Como resucitar al hijo de un aristócrata bávaro”. Decidió poner tierra por medio y abandonar la ciudad que le había convertido en un crápula. Viajo hasta España y se situó en una pequeña ciudad donde recuperó algo de su vida anterior a la fama, cuando creía que la vida de un escritor nunca podría convertirlo en una auténtica estrella mediática. Durante los años que vivió allí pudo concluir el segundo manuscrito y pidió a un amigo que viajaba a Los Ángeles, que lo enviará a su editorial en Berlín una vez aterrizase en suelo americano. Sin embargo, lo habían localizado y el contrato le obliga a presentar el libro y hacer una gira por todos los países en que sus páginas fueran traducidas. Por miedo a ir a la cárcel optó por cumplir su contrato y volver a formar parte del circo mediático en que se había visto involucrado: éxito de ventas, desaparición, reaparición. El estrés y la tensión derivada de los interrogantes que habían rodeado su vida desde la publicación de su primera novela hasta esta segunda, le llevaron a la vida anterior, a la pérdida de la noción sobre cuando empezaba la noche y acababa el día. Hoy se encontraba en Marbella y debía presentar la edición española. La puerta de la habitación se abre y la cabeza de su editor asoma por el hueco originado entre las dos hojas. El editor grita: kommen Sie, es ist die Zeit (vamos, es la hora).
En la rueda de prensa, presentado la novela, las preguntas de los periodistas se alejan del contenido temático del libro hacia su vida anónima en España. Alguien de la sala le pregunta por Irene, un personaje que aparece en un relato publicado en una revista de provincias y que, de acuerdo con la opinión personal del entrevistador, parece escrito por él. Y entonces, nuestro escritor, ese al que conocimos bebiendo cerveza y arrojando las latas en la pendiente del parque, comienza a llorar. Sin embargo, sus ojos no despiden la solución salina habitual, sino que lloran óxido. El óxido de las latas en descomposición que, recorriendo su cara y manchando su inmaculada camisa blanca, le obligará a desintegrarse. El óxido de quien se sabe un invento, el muñeco roto de quien ha tecleado estas letras.

2 de julio de 2009

Un mes, un libro


Divertida, fresca, irónica. La primera novela de Angela Vallvey ha sido todo un descubrimiento, gracias otra vez a mi amigo Juan. Se trata de uno de los pocos libros que me ha hecho reír aunque también temer por la integridad física y psicológica de sus personajes.

A mi modo de ver, Vallvey describe con acierto algunos aspectos de las relaciones entre hermanas y te hace desear, en algunos momentos, formar parte de esa peculiar familia y, por qué no, comprar en Cartier.

En definitiva, buena compañia para el verano. Os dejará con ganas de más Vallvey, así que también podéis echarle un diente a su más reciente novela "Muerte entre poetas", no es tan buena, pero si entretenida.


Besos fresquitos.

30 de junio de 2009

Microrelato II: La madeja de hilo


De pequeño arrojé un bote de tinta sobre una colcha que mi abuela había regalado a mi madre el día de mi nacimiento. Temiendo por las consecuencias de mi acto, urde un plan con el que culpar a mi hermana y evitar el castigo. Acudí a mi madre que tejía un jersey, pues el invierno estaba próximo, y le relate como había visto a Lola derramar la tinta sobre su colcha. Para reforzar mi relato añadí que dicha conducta podría estar relacionada con el hecho de que Lola había sido castigada sin poder salir de fiesta ese mismo sábado. Mi madre, sin levantar la vista de la madeja de hilo en que estaba trabajando, me dijo: “David, ¿de verdad ha sido Lola?” Por un instante dudé sobre lo convincente de mi mentira pero reafirmé mi versión de los hechos y ella volvió a hablar: “entonces tu hermana tendrá que ser castigada pero piensa una cosa, cuanto más liamos la madeja de hilo más difícil es luego desliarla”. Lo dijo con total frialdad y ahora entiendo que no le importaba el daño a su colcha, sino mi mentira. Por supuesto, mi hermana fue castigada aunque negó haberlo hecho. Se enfadó conmigo y, aunque años más tarde le pedí perdón, la madeja estaba tan liada que nunca más he vuelto a hablar con ella. Aunque debería haber aprendido una importante lección, la verdad es que durante todos estos años he seguido liando mi madeja y, supongo que por ello, hoy no tengo más amigos que la soledad.

25 de junio de 2009

Cabrón


Buscando en el diccionario la palabra “cabrón” encuentro que todos estos años he estado equivocado acerca de su significado. De acuerdo con el diccionario se refiere al “macho de la cabra o al marido que consiente el adulterio de su mujer”. Desde mi modesta opinión, creo que habría que corregir este último significado. En primer lugar, si mantenemos lo que el diccionario nos dice, sería conveniente comenzar a hablar de cualquier hombre que, siendo su cónyuge una mujer o un hombre, lleva más cuernos que el padre de bambi (que no digo yo que la madre de bambi sea un “puta”, era un ejemplo). En relación a este ejemplo, en segundo lugar, habría que revisar la delicada dureza que contiene la palabra cabrón frente a la palabra puta, ya que cabrón es el que hace cabronadas y puta la que hace putadas. No me negaréis que no es lo mismo decir “que putada me han hecho” que “que cabronada me han hecho”. Vamos en este último caso la gente se ríe de ti. La mujer siempre ha tenido las de perder. Por último, habría que eliminar el verbo “consentir” porque uno podría pensar que, conocido el adulterio, la mejor opción es matar al cónyuge antes que consentir. Claro, si no consientes no serás un cabrón. Ahora bien, aviso a navegantes: la falta de consentimiento ante un asunto de esta naturaleza no debe llevarnos irremediablemente al asesinato, a no ser que en estos tiempos de crisis queramos habitación y comida gratis para los próximos años. Un “adiós guapa o guapo, ahí te quedas”, también es válido. De todas maneras, a estas alturas os preguntaréis, como yo lo hago, ¿cómo llamamos al tío que comete adulterio, si el cabrón es el que lo consiente? Seguro que una mujer es puta tanto si lo comete como si lo consiente. ¿Y el hombre? Para mí, desde luego es un cabrón como la copa de un pino.

Sin embargo, el significado de cabrón en el que estoy interesado es el que define a su significante como “el hombre pusilánime y cobarde que te juega una mala pasada”. Cabrones, por tanto, hay muchos. Todos nosotros/as hemos conocido algunos y, ya es hora de añadirlo, también algunas. Si hay miembros y miembras, digo yo que habrá cabrones y cabronas. Fijaros que “putos” no suena bien. El caso es que llevo unos años relacionándome con un cabrón, vamos, si hubiera un rey de los cabrones sería éste y, estoy seguro, que le encantaría ostentar dicho estatus (puestos a ser un cabrón preferirá ser el más cabrón aunque sólo sea un mediocre). Este cabrón juega al poli bueno, salvaguardando su imagen mientras que deteriora la mía. Esto me preocupa medianamente pero ahora que le estoy dando vueltas, puede que el cabrón sea yo ya que durante todos estos años he consentido sus cabronadas. Puesto que ando liado con el significado del significante “cabrón”, he barajado distintas posibilidades para dejar de ser un cabrón, si es que lo soy. Puedo matarlo (aunque me da pereza), puedo decirle “adiós, ahí te quedas” (¡no me da la gana!), o puedo instalar una micro cámara en cierto lugar que grabe el trasiego que últimamente le acompaña durante las tardes de verano. Ahora que lo pienso, ¿es su mujer una cabrona? En todo caso, ¡vaya putada!

22 de junio de 2009

Microrelato I: Avatar*


Llegó un día en que nunca más supo de él. Marcó repetidamente su número de teléfono y la teleoperadora lanzaba el mismo mensaje: “no existe ningún abonado con el número marcado”. Llamó a su puerta con la ansiedad de quien cree ver como su vida se desmorona. Un extraño abrió la puerta y amenazó con llamar a la policía si seguía acudiendo día tras día. Las fotos que tenía guardadas de él también habían desaparecido y el blog en el que solía escribir parecía no haber existido nunca. Sentada en el sofá relataba a su terapeuta la impotencia y el sufrimiento que le producía su pérdida. Todavía no podía creer que todos sus recuerdos fueran inventados, que él nunca hubiera existido. Ante esta nueva realidad tan sólo quedaban dos opciones: seguir adelante o recuperar su avatar.

* Para ser leído mientras se escucha la canción “Open your eyes” de Snow Patrol en su álbum Eyes Open.

18 de junio de 2009

Al otro lado del espejo


Últimamente he dejado de alimentar mi cerebro. Ya no leo novelas con argumentos de tipo social, filosófico o psicológico, aunque confieso no haberme resistido a degustar El país del miedo de Isaac Rosas e Higiene del Asesino de mi adorada Nothomb. Sin embargo, ahora devoró Nocturna, de Del Toro y Hogan, con la sed de los vampiros que recorren sus páginas y pego pequeños bocados sabrosos a los microrelatos contenidos en Perturbaciones, antología del relato fantástico en español. También he leído algún que otro relato de Lovecraft y, aunque algunos me criticarán y desearan que arda en el infierno por ello, prefiero a Stephen King, quizás porque su lenguaje es más cercano y sus tramas son más actuales. Por supuesto, en unos años no lo será. Quiero leer por entretenimiento, casi sin reflexionar, aunque algunos puedan decir que eso es leer por leer.
Últimamente, casi no ingiero grasas, aunque como más de 4000 calorías diarias, a base de hidratos de carbono, repartidas en cinco comidas. Dicha cantidad ha comenzado a generar en mi organismo tejido adiposo que antes no tenía y que está elevando mi peso y modificando mí figura. Me siento mejor, más a gusto, incluso con mi incipiente “Michelin”. Ahora voy cuatro días diarios al gimnasio y cada día salgo más contento. El gimnasio me está reportando amistades heterosexuales y ello está contribuyendo a mi heterosexualización, lo que no detesto, sino todo lo contrario. Quizás el problema venga cuando descubran mi pequeño secreto pero hasta entonces disfrutaré de la camaradería masculina.
Últimamente dedico más tiempo a mi cuerpo que mi “alma”. No sé si será por la secreción de endorfinas, el contacto con hombres de masculinidades trasnochadas, o la despreocupación con respecto a otros temas, pero estoy enganchado al ejercicio. Me evade, me relaja e incluso me excita. Por eso, cuando oigo algo sobre el trabajo, la importancia del estatus, la acreditación, las publicaciones, etc., me parece oír el eco de una voz lejana, la que antes me decía “deberías publicar algo de tu tesis, deberías rellenar lo de la ANECA, deberías preocuparte más por las relaciones universitarias….” Está mal que lo diga en un año de crisis donde todo el mundo anda agobiado y preocupado por su trabajo, pero han sido muchos años de represión y ahora contesto a esa voz: ya lo haré, ahora quiero que mi vida sea sencilla, bella en su simplicidad, sin altos vuelos ni preocupaciones innecesarias, quiero mirar al otro lado del espejo porque este lado lo tengo ya muy visto.

5 de junio de 2009

Varices


Frecuentemente caía en el error de recordar como le gustaba observarlo mientras dormía, especialmente las mañanas soleadas de domingo. Desde hacía un tiempo, procuraba despertarse antes que él, se recostaba en la cama y cogía un libro. No leía, pues sólo quería mirar, pero aquel objeto le servía de excusa cuando le pillaba infraganti mirándole. Disfrutaba viendo su pelo arremolinado, el vibrar de sus labios mientras respiraba tímidamente y, quizás, soñaba. Se fijaba en las legañas que se había formado durante la noche y que serían borradas minutos después en el baño matutino. También le gustaba ducharse con él y todo el juego erótico que acompañaba esos baños. Se divertía preparándole el desayuno y sentía algo agradable al mirar los hoyuelos que se le formaban mientras masticaba. Le encantaban los momentos en que sonaba una canción en la radio y sin mediar palabra ambos se ponían a bailar hasta acabar juntos, besándose. Su piel se erizaba cuando recordaba los abrazos y los besos dentro del mar, una tarde cualquiera de verano. Se estremecía cuando recordaba como era que le abrazaran por detrás mientras besaban su cuello. Mientras escribía o leía le gustaba saber, sentir, que él estaba en otra habitación, también leyendo o escribiendo. A veces abandonaba su lectura y se movía por la casa, tratando de no hacer ruido, hasta situarse donde no pudiera ser visto y así poder espiarlo. Verle leer le resultaba muy erótico. Él no tardaba en darse cuenta que estaba siendo vigilado y se hacía el interesante pues conocía la reacción que provocaba.
Superado el error, se despertaba de su ensoñación y se preguntaba cómo era posible recordar, cómo era posible evocar esas situaciones y las sensaciones que estimulaban, cuando sabía perfectamente que todo era inventado. Parecía haber experimentado el calor de los besos, el olor a mar, la fuerza del abrazo y las cosquillas en su estomago mientras le espiaba. Todas esas sensaciones las tenía, pero no con él. Suponía que, en ocasiones, inventamos recuerdos y los recreamos hasta tal punto que nos parece haberlos vivido. Se levantó de la cama, allí donde había creído observar al otro, y mientras lo hacía divisó una pequeña variz en uno de sus muslos. Se asustó. Pensó que, al igual que la sangre quedaba atrapada en ese tramo de vena, quizás esos recuerdos inventados obstaculizan el flujo neuronal de nuevos recuerdos, de nuevas experiencias. Se sintió mayor, no por la variz en su pierna, sino por las varices cerebrales que se había procurado durante estos años y concluyó que lo mejor sería operarse. Bajó a la calle y se puso a hablar con el primer desconocido que encontró. Sabía que la mejora de su flujo neuronal pasaba necesariamente por el hecho de aventurarse.