26 de abril de 2009

Gracias


Esta vez no improvisaré, no me veréis llorar de emoción mientras trato de deciros algo que, más allá de que suene bonito, sea sincero, y comunique aquello que, con toda probabilidad nunca os diría cara a cara. No se me ocurre otra cosa que daros las gracias, aunque toda expresión de mi agradecimiento siempre se quedará corta. Gracias por haber venido, por haber aguantado en silencio mientras recorría el pasillo que me llevaría a la puerta tras la que para mí se ocultaba algo incierto. Gracias por vuestros besos, vuestros abrazos, vuestras sonrisas, vuestros comentarios halagadores, vuestros regalos, vuestras notas, vuestras conversaciones, vuestras miradas. Gracias por hacerme llorar, lo necesitaba. Gracias por conseguir que el final de una década y el comienzo de otra se halla convertido en uno de los momentos más especiales de lo que hasta ahora ha sido mi vida. Gracias, en definitiva, por los recuerdos que me habéis proporcionado y a los que, inevitablemente, recurriré cuando necesite sentiros. Estoy convencido, ya que no puede ser de otra forma, que llegamos a ser lo que somos a través de cada una de las experiencias que vivimos y, cómo no, como producto de todas las personas con las que nos relacionamos. Ayer me dijisteis muchas cosas, y algunos destacabais el valor que para vosotros supuso cruzaros conmigo en el camino. No recibo bien los halagos, me hacen sentir incómodo, sobre todo porque no creo que nuestras relaciones hayan sido unidireccionales. ¡Si supierais lo que he aprendido de cada uno de vosotros y vosotras! Muchas veces me he comportado como un parásito, tratando de sacar de mi “huésped” (vosotros) ciertas “sustancias” de las que carecía, que eran fundamentales para mi supervivencia. No importa lo mucho o poco que haya vivido con vosotros, el tiempo que os conozca o la “profundidad” de la relación establecida, os quiero, y eso no lo cambia ni la distancia, ni tampoco mí, en ocasiones, persistente incomunicación. Aunque no podías verme, sigo por aquí y estaré para lo que necesitéis. De nuevo, muchas gracias, especialmente a “mi Vero” por haber organizado todo y por haberos reunido, sabiendo lo mucho que esto significaba para mí. ¡Qué pena no poder tocaros ahora! Uno se acostumbra al sobeteo. Besos.

Castillos de arena


Últimamente le costaba conciliar el sueño, aunque siempre había sido un dormilón. Atormentado por terrores nocturnos que él había creado, hacia un repaso mental de todo aquello que le hubiera gustado hacer en su vida, llegando a la conclusión de que lo que para él era realmente importante nunca llegó y, dado su normal pesimismo, nunca llegaría. Algunas noches, escondiendo la cabeza bajo su nórdico deseaba no llegar a ver la luz del amanecer. Sin embargo, cada día la luz se colaba en su habitación con su pesada monotonía. Una noche escuchó murmullos en la habitación contigua. Alguien reía mientras que otra persona le susurraba. Se deslizó bajo las sábanas en un intento por no borrar de su mente lo que creía haber oído pero las risas aumentaron. Se levantó con más miedo que valentía y se dirigió hasta la habitación. Las puertas estaban abiertas y la claridad de la mañana le permitió ver dos figuras tumbadas sobre la cama. Se sorprendió al descubrirse a sí mismo abrazado a otro cuerpo que no tenía rostro. Cerró los ojos y al abrirlos de nuevo se encontró con que su doble seguía allí, dibujando con sus dedos figuras sobre la espalda del otro. Un ruido en la cocina captó su atención. Olía a café recién hecho y le invadió una grata sensación de familiaridad. En la cocina una segunda copia de si mismo servía un zumo a la figura sin rostro, para después besarlo, si es que era posible besar a alguien que no tenía labios.
-¿Esto es lo que querías?- le preguntó una tercera réplica que leía un libro en el sofá.
-¿Quién eres?
- Creo que está claro, soy tú. No has contestado a mi pregunta.
- Ya no lo sé.
- Pues va siendo hora de pensar en ello.
- Quizás sea tiempo de desaparecer.
- No digas tonterías, sabes que no puedes.
- ¿Por qué?
- Contéstalo tú.
- ¿Por ella?
- Exacto, ¿crees que algún día te lo perdonaría?
- Ni siquiera se acordaría y, en todo caso, aprendería a aceptarlo
- Graba en tu cabeza el momento en que corrió hacia ti, eso debería bastar.
- Bastará, ahora podéis marcharos.
- Nos vamos, pero estaremos por aquí y volveremos hasta que se haga realidad.
- Mi desaparición.
- No, tu aparición. El día que dejes de ser una persona especial para ser lo que quieres. Una persona, sin más.
- Gracias.
- No hay de qué, no era un cumplido, ya sabes que no te gustan.

San Francisco


Son las cinco y media de la mañana, las dos y media de la tarde para tu familia. Marcas el número de teléfono y al otro lado del atlántico la voz que desde niño tienes grabada en tu cabeza contesta la llamada. Te felicitan, hoy cumples treinta años, y mientras te preguntan cómo estás destacan la calidad del sonido, a pesar de estar tan lejos. Después de hablar descorres las cortinas de tu habitación y dejas entrar el tímido sol de la mañana californiana. Preparas el acuoso café y abres un regalo que alguien dejó oculto en tu maleta. Te hace ilusión porque sientes que, aunque muy lejos, alguien se acuerda de ti. Has alcanzado uno de eso breves momentos de felicidad y te preparas para el viaje que te llevará a esa otra gran ciudad. Te imaginas celebrando tu cumpleaños en el Castro, no rodeado de chulazos, sino con alguien con quien realmente quisieras estar, alguien que hubieras elegido como compañero(s) de viaje. Sabes que no será así y, por si eso fuera poco, encuentras chinches en la cama del nuevo hotel. Te sientes sucio y, aunque te cambian de habitación, la sensación sigue ahí. Un mensaje soluciona el problema, al día siguiente un nuevo y magnífico hotel te espera. Comienzas a disfrutar de la ciudad y aprecias que, por lo general, la gente tiene bonitos culos ya que son muchas las cuestas a subir. Si bien no es una ciudad tan limpia y los conductores no son tan respetuosos con los viandantes que en la ciudad anterior, te embarga una sensación de placer. Es uno de esos sitios donde crees encajar, donde piensas que vivirías bien, donde existen miles de rincones en los que perderse y disfrutar. Te sientas en un parque para observar el atardecer y ves como los últimos rayos de sol acarician el hierro del que fue el primer puente flotante de esas dimensiones. Te pierdes por Chinatown para disfrutar de un delicioso plato de rollitos y fideos vietnamitas y olvidas que lo peor de pasear por el Castro con tu jefe es que te pregunten si estás casado con él. San Francisco es vibrante, una ciudad llena de vida, aunque te apena ver tanta gente llevando los recuerdos de toda una vida en viejos carros de supermercado. Rememoras tus suplicas en San Diego y das gracias a tu dios de bolsillo por haberte escuchado mientras le cuentas que San Francisco no tiene nada que envidiar a Nueva York, sino todo lo contrario.

17 de abril de 2009

San Diego


Un día suena el despertador y te levantas en la habitación de siempre, en la ciudad de siempre. Ese mismo día coges un avión que te lleva a diez mil kilómetros de distancia cruzando tres usos horarios. Cuando vas a acostarte descubres que aquéllos a quienes en unos días añorarás están despertando para ir a sus trabajos y hacer sus tareas. Te duermes aún cuando tu cabeza te dice que ahora comenzarías a estar activo. Cuando te levantas a las seis de la mañana, preparas un café con más agua que café. Tu primer café americano desde el 2007. Descorres las persianas de la terraza y te quedas mirando los elevados edificios que rodean tu hotel. El sonido de la cafetera te devuelve a la habitación y cuando la apagas enciendes el televisor. En pantalla un guapísimo médico enfundado en su “scrub” azul habla sobre la sexsomnia y advierte a los estadounidenses de los peligros del sexo durante la fase Rem. El doctor te recuerda a algún actor porno de Falcon Studios y mientras rememoras alguna que otra escena realizan una vasectomía en directo, sin cirugía. Viertes el café en un vaso mientras lees que procede de Seattle, la capital mundial del café reza el paquete, y te preguntas qué habrá ocurrido con Colombia. Terminas haciendo flexiones sobre la moqueta de la habitación para después de un ducha bajar a desayunar y comenzar una sesión maratoniana de conversaciones poco trascendentes, exposiciones de comunicaciones, y los primeros recorridos por la ciudad. Llega la hora de comer y los tuyos están casi a punto de irse a dormir. La tarde es algo fría pero magnífica para pasear, ir de compras y conocer algunas de las enormes y limpias calles distribuidas en nueve avenidas como una cuadrícula perfecta. Te extrañas de lo respetuosos que son los conductores con los peatones y compruebas que en contra de la creencia general, las compras en Estados Unidos no son más baratas aunque tu moneda sea más fuerte. Llegas cansado al hotel, pues tu cerebro te sigue diciendo que ya hace horas que deberías estar durmiendo. Te tumbas sobre la cama y piensas que esta ciudad no tiene nada especial. Algunos de sus edificios son imponentes, todo parece recién construido y es un lugar agradable para vivir. Sin embargo, de no ser por el extraño acento de sus habitantes, la buena organización urbanística y las gigantescas camas del hotel, crees que podrías estar en la tan hortera pero humana Benidorm. Recuerdas los diez mil kilómetros y suplicas entre dientes que San Francisco sea mejor.

12 de abril de 2009

Don't let me go


Dicen por ahí que cuando uno vive de recuerdos y no de planes futuros se encuentra anclado en el pasado y, además, ha comenzado a hacerse mayor, no importa la edad que tenga. Últimamente he estado pensado mucho sobre el poder de los recuerdos y, de hecho, algún que otro post de este blog ha incluido pequeñas frases que he ido encontrado por ahí acerca de este tema. No hay más que fijarse en el propio nombre del blog para saber que está construido sobre recuerdos.
Escribir en primera persona es muy complicado para mí pues ya os habréis dado cuenta de que procuro hacerlo en tercera persona, intentado alejarme de algunas situaciones bastantes comprometidas emocionalmente para mí. Como ya os he dicho a algunos, el blog funciona de forma similar al “pensadero” de Dumbledore, el lugar donde sacar de tu cabeza recuerdos especiales que no quieres que el paso del tiempo erosione y confunda. Aun así siempre me queda el miedo de que recurrir de forma frecuente a estos recuerdos, también pueda desgastarlos, confundirlos por completo y contribuir a la aparición de un falso recuerdo. La memoria es caprichosa y puede jugarnos malas pasadas ya que en ocasiones recreamos, más bien creamos situaciones que no han ocurrido y que, aunque se encuentran cubiertas por un halo de irrealidad (ese tono blanco que enmarca algunos de nuestros sueños), terminamos creyendo como verdaderas. Sobre esto hay mucho estudiado, incluso tenemos un libro en español, “los falsos recuerdos” creo recordar que se llama. Lo tengo en mi pequeña biblioteca científica, pero no está cerca de mí ahora que escribo.
El caso es que, durante los días de Semana Santa, me he topado con muchos recuerdos. Dos mudanzas dan para mucho y las cosas que guardamos en los cajones son pequeños enlaces hacia los recuerdos. Sin embargo, la apertura de un álbum digital que no deseaba abrir desencadeno una cadena de imágenes bastante reciente que hizo emerger detalles que ya había comenzado a olvidar. Entonces recordé, como Kurt hace con Nancy en la novela “Lo que perdimos”, “cómo era que te quisieran, de cómo era quedarte dormido y despertarte con la mano de otra persona entre las tuyas”. Aún así, no sabía si esta fuerte sensación-recuerdo era cierta o estaba edulcorada por la arcaica creencia de que “tiempos pasados siempre fueron mejores”. No obstante, ahora pienso que (robando una frase de Cormac McCarthy en su novela “La carretera”), “lo que uno altera mediante el recuerdo tiene sin embargo una realidad, sea o no conocida”.
Gracias Joel por mostrarme el álbum, esa especie de caja de Pandora que me resistía a abrir por miedo a vivir de aquel recuerdo. Ahora puedo dejarlo marchar aún cuando tumbado en la cama bajo las luminosas sábanas blancas pensaba mientras le miraba: “don’t let me go”.

2 de abril de 2009

Vuelo 42409-Historia completa


WARNING


Aquí os dejo la entrada completa. Es una historia algo larga para el formato de un blog, asi que podéis optar por fragmentarla y leerla en varias ocasiones. La decisión es vuestra. Pensé dividiarla en varias partes, pero no tenía sentido hacerlo. Además se ha visto alargada por algunas de vuestras aportaciones. Así pues, la culpa es vuestra y ahora tenéis que cargar con un texto más largo y quizás más aburrido.


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Finalmente decidió coger aquel avión. ¿Qué podía perder? Siempre podía regresar y nunca se planteó que aquello fuera una salida definitiva a su situación. “¿Qué podía hacer ella en Tokio sin hablar japonés y sabiendo, a penas, diez palabras en inglés?” Salió de la cabina del baño, se colocó frente al espejo y se dijo a sí misma: ¡lo mereces, haz el favor de ir hacia ese avión!
Mientras atravesaba la puerta del baño la megafonía volvió a anunciar su vuelo: “último aviso para los pasajeros del vuelo 42409 con destino Tokio, por favor embarquen por la puerta 14A”. Ya no había nadie en la puerta de embarque pero la persona que recogía los billetes y supervisaba los pasaportes le recordó tanto a él que quedó de nuevo paralizada. “¿Cómo puede haberlo averiguado? No, no es posible”- pensaba esto cuando oyó: “Señorita, ¿va a coger el vuelo a Tokio?”
La voz sonaba lejana mientras en su cabeza se producía una sucesión de imágenes: ella aceptando el trabajo, ella sentada en la silla azul de su despacho, ella escuchando las mentiras y promesas de su jefe, ella llorando en casa después de haber recibido los primeros gritos, ella gritando bajo el agua de la piscina tratando de escupir toda su rabia, ella maquillando el morado de su primer golpe, ella callando durante estos siete años. “Señorita, ¿se encuentra bien?, vamos a cerrar el embarque”-dijo el azafato. “Sí, disculpe”-atinó a decir ella.
Entregó su billete y comenzó a andar a través del tubo que finalmente la llevaría a su destino. No se le había ocurrido otra solución para salir de aquella situación. Sabía que no era algo definitivo, pero algo se le ocurriría alejada de todo aquello. Siempre quiso viajar a Tokio. No sabía por qué, pero la idea siempre le gustó. Suponía que las pequeñas novelas sobre una extranjera en Japón que leía antes de dormir habían tenido algo que ver, pero nunca se había preocupado por saber nada de aquella lejana cultura. El día que decidió largarse, darse una nueva oportunidad, no pensó directamente en Tokio pero al abrir la página web de una agencia de viajes encontró una buena oferta. Sería un largo viaje, con varias escalas, pero prefería aquello a tener que volver a iniciar el camino hacia su trabajo, sentarse en aquel lugar tan blanco y en aquella silla azul petróleo.
Eran las 10:10 en Madrid cuando el avió abandonó tierra. Cuatro horas y veinticinco minutos después se encontraba en Helsinki, y allí tendría que esperar algo menos de dos horas para coger un vuelo que la llevaría a Osaka. Mientras tanto se paseó por las tiendas duty free de la terminal en la que se encontraba. Instintivamente se dirigió hacia las guías de viaje y extrañamente encontró una pequeña guía de Tokio en español. Supuso que no sería raro dado que los aeropuertos son espacios internacionales. En ese momento tuvo sus primeros problemas con los idiomas. No sabía lo que el chico de la tienda le decía y, nerviosa, optó por irse sin recoger su cambio. “For you”-le dijo torpemente.
Sabía que tendría dificultades para comunicarse, pero ya lo solucionaría. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía contenta. La sensación de angustia diaria parecía remitir. Se sentó junto a la nueva puerta de embarque y comenzó a ojear la guía. Las fotos mostraban una metrópolis bastante desordenada desde el punto de vista urbanístico, pero le impresionaron aquellas en que se delineaba la imponente silueta del monte Fuji y la formidable bahía de Tokio. En aquel instante sintió que todo iría bien. La guía aseguraba que era una ciudad segura y limpia, y que sólo tendría que tener cuidado en el metro, pues era costumbre que algunos hombres acosaran a las mujeres aprovechando la ingente cantidad de personas durante las horas punta. Llegaba al apartado de gastronomía cuando el vuelo con destino a Osaka fue anunciado. Mientras recogía su abrigo y su bolso, no advirtió que la pequeña guía se deslizó entre los asientos y cayó al suelo donde quedó olvidada. Le esperaba la parte más pesada del viaje. En nueve horas y treinta minutos aterrizarían en Osaka. Cuando estaba en el avión buscó de nuevo la guía para seguir leyendo. No la encontró en su bolso como esperaba y tras mirar debajo del asiento y en sus alrededores la dio por perdida. Entre las cosas que había sacado del bolso estaba el billete con el que había partido desde Madrid. Un escalofrío recorrió la espalda cuando se dio cuenta de que el número del vuelo con el que había llegado a Helsinki coincidía con la fecha en que se produciría la renovación de su contrato y la supuesta mejora en sus condiciones laborales. El número del vuelo podía dividirse en 4-24-09. Aunque no sabía mucho inglés, si sabía que en Estados Unidos marcaban primero el mes y después el día.
Su garganta dejó escapar una carcajada, se sentía relajada y pensaba que había comenzado a romper con todo aquello. Después durmió, parecía como si la tensión acumulada durante estos años fuese aflojando y, por fin, le permitiera descansar. La llegada a Osaka y el posterior vuelo hacia Tokio lo vivió entre sueños. Pensó que, quizás con suerte, conocería a alguien interesante allí donde se dirigía. Nunca había considerado la posibilidad de intimar con un asiático pero estando en Japón las posibilidades se multiplicaban. A lo mejor podría conseguir un trabajo, aunque ella misma creía que pecaba de optimismo. En realidad no se plateaba nada a largo plazo. Había reservado un hotel por nueve días y, ni tan siquiera, tenía billete de vuelta. Se dejaría llevar por los acontecimientos.
Miró por su ventanilla y comenzó a vislumbrar lo que parecía una masa casi compacta de edificios. Alguien del avión habló en lo que pensó sería japonés y después en inglés. No se enteró de nada, pero supuso que el aterrizaje estaba próximo. Cuando quiso darse cuenta estaba cogiendo un taxi y señalando al taxista con el dedo el papel en que tenía apuntada la dirección del hotel. Lo mismo hizo en la recepción con sus datos y, de pronto, estaba sentada en la enorme cama de la que sería su casa en los próximos nueve días. Estaba contemplándose en el espejo que se hallaba frente a su cama, pensando “qué bien que lo hayas hecho”, cuando un ruido la devolvió a la realidad. Su estomago gruñía. A pesar del cansancio se decidió a bajar a la calle y probar suerte en alguno de los restaurantes que había visto al llegar al hotel. Se puso nerviosa ante la expectativa de salir a la calle, pero no podía quedarse encerrada eternamente en el hotel. Una vez en la calle, eligió un restaurante en el que no había mucha gente. Pensó que eso facilitaría la comunicación con los camareros. Se sentó en una mesa cercana a la ventana que daba hacia la calle. El lugar no era muy agradable, no era un sitio muy limpio, pero tampoco podía establecer muchas comparaciones con otros locales. El camarero le entregó una carta en inglés, pero tampoco era capaz de descifrar lo que en ella ponía. Decidió arriesgar y darse un capricho. Eligió el plató más caro del menú: Fugu. El camarero le dijo: are you sure?. Ella dijo: fish?. El camarero respondió: yes. Ella volvió a decir: yes, yes.
Nunca supo que aquel restaurante no tenía licencia para preparar el fugu. Si la guía sobre Tokio no se hubiera perdido habría podido leer que lo que iba a comer era pez globo y dicha delicia culinaria japonesa entrañaba ciertos riesgos. El plato que llegó a su mesa contenía varios trozos de lo que parecía ser un pescado blanco aderezado con una espesa salsa de color verde. Metió el primer trozo en su boca y no le pareció nada del otro mundo, de hecho era un bocado cartilaginoso y graso. Le produjo asco, pero pensando en lo que iba a pagar se metió el segundo trozo en la boca. Masticó lo más rápido que pudo y trago. Desde ese momento hasta su muerte transcurrirían cuatro horas. Cuatro horas en las que el veneno del Fugu paralizaría su sistema nervioso, cuatro horas en las que permanecería plenamente consciente, sin poder moverse, sin poder hablar, hasta que muriese por asfixia. Vio a los camareros agitarse a su alrededor y hablar algo que nunca llegaría a entender. Realmente, no era consciente de lo que le ocurriría. Seguía tranquila. Ya pasaría aquella sensación de inmovilidad.