25 de agosto de 2009

Radiografía de un encuentro


Cuando era estudiante me deleitaba con la imagen de que un día, mientras comprara naranjas, éstas caerían accidentalmente al suelo y otro estudiante me ayudaría a recogerlas para después invitarme a tomar una café. Esa circunstancia me llevaría a encontrar a alguien especial, alguien con el que compartir cosas. Los años pasaron y esa idea se volvió cada vez más gris, como una fotografía antigua. Estos días he pensado mucho acerca de la casualidad y las cosas que nos ocurren pero, sobre todo, de la gente que conocemos a raíz de una combinación de circunstancias fortuitas aunque, también, inevitables. Repasando mí reciente viaje no dejo de dar vueltas a las circunstancias que me llevaron a estar en la playa de Maspalomas en el preciso instante en que un grupo de personas eran mecidas por las olas de lo que era un océano algo revuelto, plagado de algas amarillas. Después de una noche toledana en la que partía hacia mi hotel a eso de las 8:00 de la mañana decidí pesarme en una de las ciento de básculas que plagan el sur de Gran Canaria (este hecho será analizado posteriormente). Mientras esperaba el ascensor que me llevara a la habitación 742 decidí desayunar, lo que me devolvió de nuevo al lobby. Con algo en el estómago llegué hasta mi habitación y, tras una refrescante ducha, me metí entre las sabanas mientras escuchaba el ruido del mar y los primeros chapoteos en la piscina. Eran las 13:00h cuando una llamada de mi hermana me despertó. Me vestí y bajé a llamarla al vestíbulo para, después, volver a subir y recoger a Jesús. Comimos mientras las imágenes de la noche anterior se repetían en mi cabeza. Un mensaje de texto me invitaba a silenciar mi mente y abrirme al eros, a vivir. Ese mensaje me calmó y consiguió parar la cadena de pensamientos que la noche anterior me había suscitado. La siesta fue reparadora y no sé a qué hora nos levantamos y decidimos ir a la playa, en busca del número 7. Pedimos un taxi y cogimos el segundo que se acercó hasta la puerta del hotel. Creemos que nos dio un pequeño rodeo hasta el lugar que le habíamos pedido ya que no conocíamos la zona. Llegamos hasta el faro y allí nos entretuvimos mientras nos hacíamos alguna foto. Llegamos a la playa y volvimos a detenernos en lo que creíamos era la famosa barandilla. No lo era e iniciamos nuestra peregrinación hacia el lugar comentado en las guías. ¿Quién de los dos decidió pararse en aquel preciso lugar? No lo sé. ¿Qué hacía que la corriente del agua te arrastrará ese día de izquierda a derecha? No lo sé. ¿Qué me llevó a meterme por segunda vez en el agua aún cuando no era una tarde calurosa? No lo sé. ¿Qué me retuvo en el agua cuando segundos antes había decidido salirme debido a la fuerza de las olas? Tampoco lo sé. El caso es que me encontraba allí cuando comenzaron a rodearme un grupo de “lobas de mar”, cuando empecé a sonreír con aquella loca teoría de criaturas marinas que atacaban a los hombres poco precavidos. Estaba allí cuando aquellos ojos aparecieron entre las olas y me arrastraron hacia el profundo y frío océano dándome calor. Quizás fui atacado o me dejé atacar no es lo importante. ¿Fue todo producto de la más pura casualidad o es algo que debía ocurrir? Quiero pensar en que era algo inevitable, algo que debía ocurrir y que provocaría otra serie de eventos que el futuro marcará, aún cuando no creo en el destino como algo fijo e invariable. Sin embargo, creo en esas circunstancias que van vinculándonos, en esos golpes de coleta que nos acercan a la persona que deseábamos conocer, a esas noches de fiesta que nos llevan hasta la discoteca en que conoceremos a aquél con el que nos casaremos, a esa amiga que nos presenta a un conocido con el que años después tendremos a nuestro hijo, a ese compañero de trabajo al que nunca hicimos caso pero por el que, de pronto, comenzamos a sentir algo. Y creo en todo esto porque son las historias que vosotros me habéis contado y que demuestran que algo espera ahí fuera, de forma inevitable. Este blog ha cumplido un año y, en gran medida, se debe a esas radiografías que obtengo de las conversaciones que mantengo con vosotros. Nunca imaginé el desahogo que supone un blog, así que espero cumplir un año más y que, aunque nos os vea mucho, sigamos vinculados de algún modo a través de estas pequeñas historias.

24 de agosto de 2009

Gran Canaria Diaries: I gotta feeling


Arena, sol, agua, sonrisas, miradas y muchos, muchos hombres podrían ser los elementos de los que se nutre Gran Canaria. Sin embargo, hablar en estos términos reduciría la riqueza de sus paisajes, sus costumbres, su gastronomía y su gente. Aún así y todo, la isla se ha convertido en un punto de encuentro para homosexuales de todo el mundo, principalmente ingleses, alemanes e italianos. Podría afirmarse que Gran Canaria es un gran parque temático para gays, la Florida Europea, como reza alguna famosa guía de viajes, la Ibiza de las Islas Canarias, la Mykonos del Océano Atlántico donde el sexo es fácil, rápido y sin complicaciones. Uno puede dejarse llevar por la marabunta sexual entre la escasa vegetación que habita las dunas de Maspalomas o ligar en uno de los múltiples locales del Yumbo Center, ya que las ofertas son múltiples y variadas y todos los pubs y clubs cuentan con dark rooms y cabinas donde desatar la pasión instantánea, casi en sobre, que se produce dentro de esos encuentros esporádicos. A pesar de ello, es mejor no dejarse llevar por las grandes expectativas ya que ese que, reconozcámoslo o no, de una u otra forma todos esperamos encontrar (“The one”) es probable que frecuente dunas y clubs, pero vaya buscando una sex date.
Pero éste es uno de los muchos atractivos que tiene la isla que, si bien es una isla árida sin la vegetación de otras que la rodean, cuenta con parajes y sitios de especial simbolismo donde, no sé por qué, uno se siente tremendamente bien, como si por fin encajara en algún sitio. Su capital, Las Palmas, aunque algo caótica en cuanto a su creciente urbanismo, cuenta con pequeños rincones donde escapar de la aglomeración de una gran ciudad y disfrutar andando por antiguas calles, de esas estrechitas que tanto me gustan, en las que darse besos furtivos a la vez que se visitan pequeños museos (El museo Casa de Colón es tremendamente recomendable por el edificio en que se ubica) y cafeterías con estética moderna en las que descansar mientras se respira la brisa del cercano océano. Hacia el interior de la isla, por carreteras estrechas al borde de altos precipicios, se encuentra el que para mí es el lugar más especial de la isla: El roque Nublo. Un solidificado cilindro de lava que ha resistido a la erosión del volcán que lo provocó, al que se accede tras caminar 15 minutos por una paraje que recuerda a la sierra conquense. Una vez llegas a su explanada, el paisaje cambia y dadas las dimensiones del lugar uno toma conciencia del pequeño lugar que ocupa en el mundo, como la pequeña deidad de la isla (La virgen del pino), de obligada visita tal y como me indico un canario, al que tengo que agradecer sus consejos y preocupación por asegurarse de que este viaje no sólo fuera arena, sol y agua. Desde luego, todos los destinos vacacionales (incluida Benidorm) tienen algo especial, sólo es necesario buscarlo ya que, afortunadamente, la vida se abre camino en todos ellos y las cosas hermosas no están esperando allá donde vayamos.

Continuará….

12 de agosto de 2009

Vedreao


Tendría 12 años, o quizás más, cuando mi madre me dio una pequeña maleta en la que meter mi ropa y poder así trasladarla más cómodamente al lugar de vacaciones. Realmente no era una maleta si no más bien una especie de neceser grande que había comprado para su viaje de novios. Recuerdo que era gris y estaba rodeada de una cinta negra con la que poder moverla de un sitio a otro. Ceremoniosamente los primeros días de Septiembre doblaba mis camisetas y pantalones cortos y los iba almacenando cuidadosamente en la pequeña maleta. No había mucho espacio, lo que me obligaba a seleccionar muy cuidadosamente aquello que quería llevarme, considerando además que debía incluir calzoncillos, calcetines y también algún tipo de calzado. En cuanto a los juegos con los que pasar el rato, por aquel entonces, no existían las modernas consolas de mano, sino aquellas maquinas que contenían un único juego, en mi caso el de una nave espacial que debía evitar una lluvia de meteoritos que se repetía hasta la eternidad, pero nunca lo llevé a la playa, pues en ella podía disfrutar de otro tipo de imágenes.
Durante aquellos viajes de veraneo íbamos acompañados de otra pareja, a veces más, amigos de mis padres. Sin embargo, el único niño era yo. Los demás tenían hijos mayores que preferían quedarse en el pueblo para disfrutar de la libertad y de los días de fiestas, tal y como hacía mis propias hermanas. Este hecho me convertía en el hijo de todos ellos y hacía que no me faltaran los helados, las cometas, los balones y los cómics que devoraba en la caliente arena. A pesar de ello, yo echaba de menos poder viajar con mis hermanas pues entendía que ellas, más cercanas a mí por edad, podrían empezar a enseñarme cosas del mundo, cosas que me eran vetadas por aquellos otros más adultos.
Aún así, en ocasiones, el amigo de mis padres me decía: “Raúl, ¿vamos a ver el vedreao?”. Al principio no sabía que quería decir con esa palabra, pero la idea de pasear por la playa y la expectativa de beber algo en un chiringuito mientras me dejaban comerme todo el pincho, era más atractiva que permanecer tirado en la toalla viendo pasar las horas. Mientras andábamos me iba diciendo: “mira allí cuanto vedreao”. Con ello se refería, mayoritariamente, a las chicas que hacían topless en la playa, pero también al resto de mujeres que lucían su cuerpo en bikini o bañador. Yo participa de aquello diciéndoles “mirar, mira allí todo lo que hay”. Y gracias a la popularidad de las playas nos encontrábamos de todo: pechos más grandes, más pequeños, coronados por un pezón firme, en otros menos firme.
Aquellos veranos me ayudaron a conocer las diferencias entre un pecho operado y un pecho natural, aunque todavía la cirugía estética no había alcanzado el boom de años después. El secreto, según el amigo de mis padres, residía en observar a la chica tumbada. Si el pecho no se descolgaba ligeramente hacia los lados sino que quedaba rígido, como mirando hacia arriba, había muchas probabilidades de que albergara silicona. La idea de la silicona me disgustaba un poco porque la única que yo conocía era la que mi padre aplicaba mediante una pistola en las juntas de la bañera y no podía imaginar como una chica introducía esa misma sustancia en el pecho. Llegue a imaginar que dado que el pecho contiene pequeños orificios de salida para dejar escapar la leche, también podrían ser utilizados como conductos de entrada, aunque esto me desagradaba. Estos pensamientos recorrían mi cabeza durante aquellos paseos cuando comencé a fijarme en otro tipo de bultos y en otro tipo de pechos, en este caso en los masculinos. No sé cuando empezó esa costumbre, pero recuerdo que ya entonces me planteaba que aquello no era lo “correcto” o al menos lo que se esperaba de mí. Aprendí a callar la existencia de ese otro tipo de vedreao que en mi imaginación tanto placer me producía, pero no lo perdí de vista. Hoy me he enterado que la palabreja es también un vocablo de la manchuela con el que se refieren al conjunto de piezas de vidrio o loza para el servicio de mesa. Me sigue gustando más el significado que tiempo atrás aprendí. Ahora, más mayor, cuando vuelvo a la playa sigo dando esos largos paseos y, cómo no, sigo disfrutando del vedreao.

6 de agosto de 2009

Un mes de verano, un libro


Aprovechando el tirón actual de la novela negra y, en concreto, el éxito de la saga Millenium de Steig Larsson, Seix Barral nos acerca otra autora escandinava con el mismo apellido del malogrado autor de Los hombres que no amaban a las mujeres. El propio Steig Larsson reconoció que no durmió hasta que terminó la novela de Assa Larsson (que no es familiar, debe ser una apellido muy común). Aurora Boreal es un proyecto menos ambicioso que la saga mencionada, escrita con anterioridad a ésta, pero tiene un punto a su favor: no se entretiene en derroteros sino que desde su inicio la acción se va repartiendo a partes iguales a lo largo de todo su desarrollo. Un joven predicador que había rozado la mano de dios es macabramente asesinado y la trama nos lleva a un complicado juego de relaciones que nos enseña el lado oscuro de una comunidad religiosa. No sé que ocurre en estos países, tan desarrollados científica y socialmente, que convierte a sus ciudadanos en retorcidos asesinos, donde la iglesia siempre está presente. Será que al no poder disfrutar del sol, los amigos y las cañitas a uno le da por volverse loco y liarla parda, para muestra los libros de Steig Larsson. Además no es tontería que alcancen los íncides de violencia más altos, sobre todo en los relacionado con la violencia contra la mujer. En el caso de Assa Larsson no habla de violencia de género, aunque también podría serlo. Quizás lo más llamativo para nuestras temperaturas actuales es que nos transporta a unos parajes gélidos que hacen más llevadero nuestro caluroso verano y nos presenta un personaje, también femenino, con la que ha escrito varios libros que esperamos no tarden mucho en traducir. Si no podéis esperar, y sabéis sueco, podréis comprarlo en Ikea, que vende libros en sueco para adornar nuestras estatenrías.


Feliz Verano.

5 de agosto de 2009

Cortarrollos


El pasado lunes, cuando entraba en el Mercadona para comprar el habitual pan integral, la pechuga de pollo, las judías verdes y el arroz, me encontré con que una de las cajeras le decía a un grupo de chicos que no podía venderles alcohol por no haber cumplido todavía la edad para ello. Sobre el mostrador tres botellas de vodka, una botella de whisky, 6 latas de coca cola, 6 latas de fanta naranja y dos bolsas de hielo. La cosa quedó ahí, pero cuando me dirigía hacia la sección droguería en busca de preservativos, para el viaje a Gran Canaria, dos chicas (muy guapas, pero algo sobre arregladas) comenzaron a mirarme. Desistí en la compra de condones pues sus miradas me intranquilizaban y me dirigí hacia la sección de zumos, huyendo de ambas. Sin embargo, ellas me siguieron.
“Perdona, puedes hacernos un favor”-me dijeron.
“Uno o los que hagan falta”- pensé, siempre llevado por mi carácter altruista.
“Mira, es que queremos hacer un botellón y resulta que somos menores de edad y no nos quieren vender alcohol. ¿Podrías acercarte a la caja y pagarlo por nosotros, tenemos un amigo allí esperando?”- hablaban con osos golosos.
En ese instante me debatí entre mis sentido de las responsabilidad cívica (yo que no he curado educación para la ciudadanía) y mi deseo por agradar a esas dos chicas. Al final, mi civismo gano al hedonismo y les dije que no podía hacerlo. Ellas apelaron a mi juventud ya perdida y al hecho de que seguro que a su edad (15 años) yo también habría hecho botellones.
“Hace tanto de aquello que ya no lo recuerdo”- les dije. Añadí que lo sentía, pero eso les dio lo mismo. La más alta y guapa me dijo: “no nos cortes el rollo, por favor”. Volví a decirles que lo sentía y mientras murmuraban (supongo que maldecían), se marcharon en busca de otra persona a la que pedirle el favor.
Regresé a la sección de cepillos de dientes y preservativos (al final no los compré porque no tienen los que buscaba) y pensé que, probablemente, se habían acercado a mí por una supuesta cercanía de edad y eso me complacía. “Me habrán visto joven y quizás incluso me invitarían al botellón”-medité. No obstante, cuando llegué a la caja, era una persona más mayor que yo, una mujer negra, la que les pagaba las bebidas. Mientras pagaba mi compra me preguntaba si no sería más fácil vendérselo directamente a ellos ya que el daño es el mismo. La cajera sabe perfectamente que el alcohol es para ellos y, sin embargo, accede a la venta si es una persona mayor quién la hace. En fin, a parte de estas contradicciones casi metafísicas, cuando salía del supermercado el grupo de jóvenes se encontraba fuera. Una de las chicas comenzó a decir: “ha sido ese” La otra comenzó a gritarme: “cortarrollos, eres un cortarrollos. Su voz se apagaba mientras me alejaba del supermercado.

Cortarrollos. Lo escribo junto porque me gustó la expresión y debería constituir una única palabra. Lo he estado pensando y creo que la chica tiene razón, soy un cortarrollos y no sólo por este evento, sino por muchos otros. Más de uno habréis abierto el blog en un bonito día primaveral en que estabais más felices que unas perdices, habréis leído un relato de los míos, de esos que son más negros que blancos y habréis pensado: “vaya cortarrollos”. Pero bueno, uno no siempre tiene lo que quiere y, por eso, no me dio la gana comprar el alcohol. Con lo que yo hubiera dado por irme de botellón y recuperar años perdidos. Pero, ¿un lunes? Pues eso, un cortarrollos del copón.

3 de agosto de 2009

Death Ball


Sorprendido vio como su amigo caía al suelo. Su cuerpo quedó escondido entre las altas y secas hierbas que plagaban la explanada. El arma se desprendió de sus manos hasta alcanzar el suelo pero aún podía sentir el calor sobre su piel. Confundido observó como su amigo se convulsionaba pero no acudió a socorrerle. Se encontraba en estado de shock, paralizado por lo que acababa de hacer. Había fantaseado, muchas veces, con la posibilidad de matar a alguien pero nunca lo había intentando, tenía miedo a que aquella sensación le gustara y ya no hubiera marcha atrás. Sin embargo, lo que había ocurrido era diferente, no había sido su intención y, es más, no creía tener un arma de verdad entre las manos cuando comenzó a disparar a bocajarro contra el cuerpo de su amigo.

La tarde había comenzado como muchas otras. Una llamada de Julián le había despertado de su siesta: “¿vamos a las vías a matar zombis?”. No opuso ninguna resistencia. Cogió su mochila y metió la reproducción de la metralleta que su padre le había regalado por su cumpleaños y, también, la reproducción de la 9 milímetros automática que Julián y él había comprado en la web y que recibieron ayer. Su afición por las armas venía de familia. Desde los 14 años había acompañado a su abuelo y a su padre en las cacerías. Poco a poco aprendió a matar perdices y conejos con una habilidad que sorprendía a sus generaciones previas. No tenía arma propia, no podía tenerla, pero su abuelo le dejaba utilizar una de sus viejas escopetas. De vez en cuando, su padre le dejaba desenfundar su arma reglamentaria, pero sólo desenfundarla. “Papa, ¿cómo es matar alguien?”- le preguntó en varias ocasiones. “Es mejor que no lo sepas”-contestaba el padre, que nunca había utilizado el arma.

La zona de juegos estaba situada junto a las vías del tren. Las viejas estructuras ferroviarias ofrecían plataformas elevadas desde las que divisar al enemigo y, también, diversos escondites desde los que esperar a los incautos que osaban acercarse hasta ellos. Aquel día, Julián cambió las reglas del juego. “Porque en vez de jugar como equipo no luchamos como enemigos”. Le gustó la idea y no tardaron en ponerse de acuerdo sobre las normas a seguir. “En este árbol colgamos un pañuelo. Tú partirás de aquel extremo de las vías y yo de aquél otro. Sólo podemos utilizar la ametralladora, el arma la reservamos para rematar al enemigo. Tres impactos antes de coger el pañuelo producen la muerte. Gana quien coja el pañuelo o no haya muerto antes de llegar hasta él”.

Cubrieron sus rostros con sendos pañuelos, a modo de pasamontañas, y se dispusieron a comenzar el juego. Avanzaban lentamente observando los movimientos del otro y, de vez en cuando, se podían ver pequeños objetos rojos surcando el aire. Las armas con las que jugaban lanzaban pequeñas bolas de pintura roja que se estrellaban contra el suelo, las plantas o el metal perteneciente a las vías que se amontonaban unas sobre otras.

Había recibido dos impactos cuando vio cómo Julián corría hasta el árbol donde se encontraba el pañuelo. Apuntó, disparó e hirió a Julián en la rodilla que acabó tirándose al suelo para evitar más impactos. Mientras Julián trataba de localizar a su compañero recibió un nuevo impacto, esta vez en la espalda. Su enemigo se encontraba ahora detrás de él. “Levántate”-le ordenó. Julián se puso en pie y se giró para poder verlo. Su oponente tenía en la mano la 9 milímetros. Parecía tan real que, por un momento, Julián sintió un escalofrío. “Es hora de morir”-le dijo. Disparó cuatro veces. A pesar de la cara de sorpresa que ponía Julián no se dio cuenta de lo que estaba pasando. El rojo de las bolas era tan similar al de la sangre que no entendió que había disparado de forma real hasta que vio como su amigo caía al suelo.

Lloraba, incapaz de moverse mientras veía como a Julián se le escapaba la vida. Todo había sido el producto de una fatal casualidad. Cuando abrió el paquete que contenía la pistola de “juguete” corrió a compararla con la auténtica, la que su padre guardaba en la caja fuerte y a la que él tenía acceso porque conocía la combinación. Estuvo tocándolas un buen rato y al regresarla a la caja había confundido ambas armas. Ahora le gustaría tener un mando a distancia con el que poder rebobinar hasta ese mismo instante o al menos hasta el instante en que blandió el arma contra Julián. Su cabeza fue atravesada por un cúmulo de imágenes: los ojos vidriosos del primer conejo al que mató, la perdiz en la boca de su perro, su abuelo luchando contra el retroceso de la escopeta, los días de juego con Julián que ya nunca se volverían a repetirse. Cogió su teléfono móvil y marcó el 112. La ambulancia no tardaría en llegar. En el silencio de la tarde que ya terminaba, se oyó otro disparo.

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La foto que tenéis arriba es real. Presencié el juego el viernes pasado desde mi ventana. La vía sigue regalándome historias que contar. Por supuesto el juego de los dos chicos no acabó como ha sido narrado, aunque me pareció peligroso.