23 de enero de 2009

Iron


Encontré su cuerpo en la cuneta. Lo primero que vi fueron sus patas traseras. Estaban entrelazadas como cuando dormía estirado sobre el sofá de casa. El resto de su cuerpo colgaba al otro lado de la piedra sobre la que yacía. Lo toqué como si aún esperara sentir su calor. Habían sido muchas las noches que, tumbado a mi lado en el salón, me había proporcionado calor a una horas en que todos dormían y yo me quedaba leyendo. Ahora, la escarcha acariciaba sus suaves rizos color grisáceo. No había calor esta vez, sólo frío.
Sus ojos seguían abiertos, como preguntándose qué había ocurrido, cómo había llegado hasta allí, por qué le había hecho eso. Lo cogí para abrazarlo, para sentir su peso y recordé que, en una ocasión, cuando había salido a correr, él no podía más y tuve que cogerlo en brazos y volver andando a casa. Era verano y no soportaba muy bien el calor, pero siempre quería acompañarme mientras corría. Miré sus ojos y le dije que lo sentía, aunque también le reproché su libertad. Nunca quiso llevar correa y tampoco nosotros supimos enseñarle u obligarle a ello. Todo lo contrario, él nos adiestró a nosotros. Siempre que se subía a tus piernas y te miraba suplicante, sabías que quería salir de casa. Después, cuando oías su ladrido, alguna vez un aullido, sabías que quería entrar.
Comencé a andar por el camino de tierra, en el que siempre iba olisqueándolo todo y encaminé mis pasos hacia el extraño lugar salido de la imaginación de Stephen King, el cementerio de animales. Fue complicado llegar allí pero, aunque el precio a pagar era alto, merecía la pena. Había alguna que otra pequeña tumba, aunque no había nada en su interior. Lo que un día las habitó ya no estaba allí. Dejé su cuerpo sobre la hierba helada y con mis manos comencé a cavar un hoyo. Así debía ser, con tus propias manos. Cuando fue lo suficientemente profundo volví a coger su cuerpo y le di un último abrazo mientras le decía “hasta pronto amigo”. Cubrí su cuerpo con la tierra extraída y recordando como robaba mis calcetines los sábados y domingos que subía a mi cama para despertarme, comencé el camino de vuelta, esta vez solo. Al llegar la noche Iron volverá a la vida, pero traerá consigo algo oscuro, un instinto de muerte, la fuerza para vengarse de quien acortó su vida. No hay vuelta atrás.
Por supuesto, todo lo descrito forma parte de un sueño, aunque las imágenes ha recorrido mi mente mientras estaba despierto. Hace una semana Iron desapareció. No hubo ladrido de vuelta. Ya sé que es un perro, pero era mi perro. Hubiese preferido encontrar su cuerpo a tener que preguntarme qué ha ocurrido con él, a pensar que alguien lo retiene y que incluso puede que se acostumbre a sus nuevos amos. Desde luego, no lo he llevado a ese pequeño cementerio y, aunque existiera, no sería capaz. Por el contrario, he tenido que traerlo al cementerio de mis recuerdos. Supongo que este blog es ese cementerio, el lugar donde no olvidar aquello que quiero recordar, aunque al final siempre recordamos lo que quisiéramos olvidar. Lo dejo aquí, rodeado de calcetines.

16 de enero de 2009

Facebook


A su lado escuchó un largo suspiro. Parecía que alguien hubiese estado aguantando la respiración bajo el agua durante un largo rato y ahora intentase recoger todo el aire que pudiese, antes de volver a sumergirse. No sabía donde se encontraba y no podía ver nada. Las manos atadas a su espalda. Sus ojos tapados con una tela que olía a rancia. Sus pies sujetos por una cadena que parecía anclada al suelo. No estaba sola. La persona que había emitido aquel suspiro comenzó a hablar.
¿Dónde estoy? ¿Hay alguien? Oh Dios mío, ¿qué hago aquí?
Es una voz femenina y rápidamente la reconoce. Instintivamente le pide que se tranquilice, le dice que no está sola. Ambas se conocen.
¿Qué está ocurriendo? ¿Quién no ha traído hasta aquí? ¿Por qué?
Ninguna de ellas es capaz de responder a estas preguntas. Una recuerda haberse quedado dormida mientras veía la tele, la otra recuerda haber salido a tirar la basura y, también, recuerda el frío de la calle, el mismo frío que ahora siente, aunque se encuentran en un lugar que le es familiar.
Se abre una puerta y una luz ilumina la habitación, perciben mayor claridad pero no pueden ver nada. No se atreven a hablar. Tienen miedo porque alguien está arrastrando algo, un cuerpo. Después oyen la fricción de la cuerda sobre la piel de ese cuerpo, el chasquido de cadenas, y una voz.
Ya estáis todos. Esperaré a que los demás se despierten, como vosotras y luego comenzaremos.
La habitación se vuelve a teñir de negro y la puerta se cierra. La voz les era familiar aunque no parecía emitida por una persona, parecía salida de sus propias conciencias. Ambas se interrogan.
Lo has oído.
Sí.
Sí.

Tres voces al unísono. Cuatro personas en la habitación.
Yo también lo he oído.
Y yo.
Yo también.
Ey, aquí. Lo he oído.
Y yo.
Vale, yo también.
Seis voces más. 10 personas en la habitación.
¿Dónde estoy?
Una voz más, el último en llegar. 11 personas en la habitación. Ocho de ellos se conocen entre sí. Uno tras otro van reconociéndose, identificándose. Tres no se conocen y tan sólo reconocen a alguno de los otros. Y, de nuevo, esa voz que parece salida de la conciencia.
Todos y cada uno de vosotros tenéis algo en común. Formáis parte de una red social virtual. Gracias a esa red es posible conocer vuestros datos, vuestros gustos e incluso parte de vuestros secretos más íntimos. Lo que en principio parece una herramienta de contacto, un modo de relación, os ha procurado esta situación. Vuestra supervivencia real y virtual depende ahora de encontrar a quien de forma anónima accedió a vuestra página, a vuestros registros y los ha utilizado para venderos. El impostor se encuentra entre vosotros. ¿Queréis jugar? Lo haremos cuando el pueblo duerma. Entre tanto, sentiros cómodos y disfrutad el espectáculo. Nos iremos conociendo.

12 de enero de 2009

Supernena


Hay lugares de trabajo oscuros en los que la oscuridad nada tiene que ver con la iluminación, sino con quienes los frecuentan: los hombres y mujeres marrones. Estos seres, en apariencia cultos y atractivos (nunca bonitos, porque no son buenos y tampoco guapos) llevan una supuesta vida “deseable” para el resto de los mortales. La historia de hoy transcurre en uno de esos oscuros lugares, lleno de seres marrones, en el que tras siete largos años puede que también yo haya llegado a convertirme en uno de ellos.
Nuestra protagonista es una joven inmigrante laboral que llegó al escenario de su historia llevada por la marea que los seres marrones (hábiles manipuladores) provocan a su alrededor bajo el falso barniz de la interdisciplinaridad. Llegó a nosotros con problemas de identidad profesional pero no le costó adaptarse porque todos lo que coexistíamos en ese lugar poseemos una identidad en constante conflicto. La integración allí es otro tema, pues para ello necesitas manejar el lenguaje de los seres marrones y, aunque se trata de un idioma fácil de aprender, se resiste a quien no es dócil, a quien tiene claras sus prioridades y objetivos.
A priori, su trabajo resultaba más que interesante y a la vez complicado: tenía que crear, diseñar aquello que haría atractivo el producto que desde el oscuro lugar se vendiese. Su joven espíritu le llevó a creer que aquél lugar podría dar luz a sus mejores creaciones, pero no tardó en darse cuenta de que los “marrones” aplicaban un duro corsé, obligándote a realizar un trabajo en cadena que poco a poco merma tu ilusión, tu motivación y, ante todo, tu creatividad.
Durante varios años se sometió a esta esclavitud psicológica y fuera de allí siguió creando cosas bonitas, porque ella estaba hecha de cosas bonitas como la supernena que era (ver cabecera de la serie “Las supernenas” para entenderlo). A través de esos años compartimos confidencias y nuestros deseos de abandonar ese lugar tan marrón ante el miedo de convertirnos en uno de ellos. Deseábamos volar, visitar nuevos lugares, conocer nueva gente alejada del modelo que nos vendían como el perfecto. Un día, también yo luché contra las cadenas que nos retenían allí, pero mi desleal espíritu no fue lo suficientemente fuerte como arrojarme al vacío y probar aquello de volar, no me enfrenté a los “marrones”, aunque sabía, como ella misma me decía, que lo que aquí teníamos era “pan para hoy y hambre para mañana”.
Ella ya no está. Se han terminado las mañanas en que, “dormida”, nos daba los buenos días, en que nos ayudaba con los “dichosos papeles” de los congresos, en que mutuamente fingíamos llevarnos mal, y en las que bailábamos en el pasillo esperando que el indiscreto ojo de la cámara nos pillará. Está en un lugar mejor, una enorme ciudad que la hará vibrar, que la hará tener más ganas de crear, que la hará más feliz. Para ti, supernena, es este post y con él mi eterno deseo de que en el viaje que has iniciado puedas por fin volar.

1 de enero de 2009

Un año, un libro


Si alguna vez me preguntaran: "Si hubieras escrito un libro, ¿cuál te gustaría que fuera?", respondería Oro de Dan Rhodes, para mí, el mejor descubrimiento de este año. Este pequeño libro no encierra un gran historia, tan poco un gran enigma o misterio que resolver a pesar de que las motivaciones de todos sus personajes son enigmáticas, aunquemundanas. Se trata, más bien, de un libro de personajes donde lo importante son las pequeñas historias, los lazos que tímidamente van surgiendo entre ellos aún cuando todos son seres solitarios, sin grandes expectativas (bueno, quizás uno de ellos sí) pero muy felices con la vida que llevan. La historia transcurre con calma, algo holgazana, como la vida misma. Entre tanto, Rhodes nos ofrece pequeños trozos del pasado de cada uno de ellos, recreando un apacible retrato de los que son los habitantes de su libro. El final, algo naïve, no es sorprendente aunque si conmovedor, con una perfecta unión entre vida y muerte, biología y psicología.

No lo leáis si os he creado grandes expectativas, ya que no las cumplirá y tampoco es su propósito. Acercaros tímidamente, incluso con reservas, e ir dejándo que os sorprenda poquito a poco, hasta que digáis: ¡vamos a por el oro!


¡Feliz Año! Doce nuevos meses y doce nuevos libros por descubrir.