29 de septiembre de 2010

Granada

Noviembre de 2009 fue el mes en que volví a visitar Granada después del primer viaje que en 2006 me llevó a la ciudad de la Alhambra para asistir a un Congreso. Fue después de ese viaje que conocí a alguien que durante tres años había recorrido las mismas calles que yo recorría, sin saber de su existencia y que en Navidad, de nuevo, me llevaría a celebrar el año nuevo. En Granada amanecí junto al 2010 y, después de unos meses con visitas regulares a la costa del sol, hemos seguido desgranando esa ciudad que como la fruta es necesario disfrutar lentamente. 
Granada se ha instalado en mi memoria y ha comenzado a llenarme de recuerdos con los que alimentar el otoño. Recuerdo ahora la vista desde la ventana, mirando tímidamente mientras hablaba por teléfono. Me gusta deleitarme en las sombras que dibujaba la luz de la mañana a través de la persiana bajada. Rememoro los ojos cerrados, dominados por el sueño. Me parece oír los acordes del último concierto de Miguel Ríos en su ciudad natal. Saboreo la salsa de yogur en pleno centro de la capital, o las pizzas del Gondolieri y me parece oler la cereza del Palmolive. Es cierto que el poder evocador de estos recuerdos no se sitúa en la ciudad sino en aquello (en esa persona) que te hace desear volver a visitarla y que se convierte en la motivación para volver, más allá de la belleza de una ciudad recogida, cercana, amable, apetecible que hay que devorar con apetito. ¡A comer se ha dicho!

Agosto, Octubre

Descubrí a Andrés Barba en la reseña de una revista que ya no recuerdo. Por aquel entonces presentaba su tercer libro, un libro de relatos llamado "La recta intención" en el que una serie de personajes vivían sus vidas bajo el yugo de una obsesión. Reconozco, como siempre, que lo que me movió hacia su lectura no eran las críticas positivas hacia el autor, aunque tampoco la portada, sino su biografía como licenciado en filología que había ejercido actividad docente en Bodwoin, Estados Unidos. Este hecho llamó mi atención por lo romántica que me ha parecido siempre la idea de ser escrito, tan joven. Compré aquel primer libro y Barba se convirtió en uno de mis autores fetiches hasta el punto de comprar todos y cada uno de sus libros con la excepción de "La hermana de Katia" que leí a través de un amigo. Hace poco menos de un semana leí en mi lector de libros electrónico su última novela: "Agosto, Octubre". Un relato sobre un adolescente que nos cuenta el recuerdo de un verano en el que forma parte de un evento que marcará su vida.
Las novelas de Barba, últimamente cada vez más breves, destacan por la descripción psicológica de sus personajes, por la obsesión en el detalle por aquellos que tratan de desgranar temas también de índole psicológica como la violencia, la enfermedad, la discapacidad. Muchas veces me he preguntado qué le ocurre a su autor que vuelve y vuelve sobre un mismo tema en cada una de sus narraciones, a excepción de sus libros infantiles, pero lo cierto es que disfruto con su obsesión por hacer que el lector se forme una imagen de sus personajes, no en su apariencia exterior, sino más bien sobre sus cogniciones, sus percepciones y sus motivaciones.  Sin embargo, aunque he disfrutado mucho su última novela, Barba se ha vuelto previsible al introducir en todos sus libros un evento dramático que pone al límite a sus personajes, aunque también es uno de sus rasgos distintivos, algo que como su lector espero en cada novela. Pero no lo digo como crítica, ya me gustaría a mí escribir como él, lo mío es comentar por comentar. Eso sí, no os vayáis a confundir  ya que, a pesar de que en ocasiones leo a autores tan culturetas como Barba, me siguen encantando (y disfruto más) las novelas con zombies, vampiros y demás criaturas del submundo. Es lo que tiene ser un consumidor de bestsellers.

5 de septiembre de 2010

Mi derecho a la pereza

Siempre me dio mucha pereza el inicio del curso académico y ha continuado siendo así hasta el momento. Creí que esta sensación acabaría una vez que abandonara mi proceso formativo, pero en lugar de mejorar ha ido empeorando con los años. Me comentaban el otro día que un estudio realizado en España señalaba que a las personas entre los 30 y los 40 años nos es más difícil volver a la rutina después de un periodo vacacional. No hablaban de la vuelta al trabajo pues, desafortunadamente, muchos no lo tendrán. Hablaban, por lo visto, de volver al ritmo cotidiano que irá marcando la letanía de un verano casi terminado y el comienzo de un otoño que se promete lluvioso. En mi caso, debido a los designios del “Bolonia” el curso académico comienza este año más pronto que nunca y la pereza ya se ha instalado en mi cabeza. Supongo que tengo derecho a ella, ya lo dijo Lafargue, pero que tenga derecho no me hace sentir mejor. Estoy como esos niños que lloran desconsolados frente a la puerta del colegio el primer día de regreso a aquel sitio que les ha sido ajeno durante meses y que, en muchos casos, alimenta unas cuantas pesadillas. No pataleo porque me da vergüenza y prometo no levantarme con fiebre para evitar tan terrible evento. Mi consuelo viene de la mano de ese estudio al que hacía referencia. Ya lo dijeron: “mal de muchos, consuelo de tontos”. El caso es que no he encontrado a ningún otro tonto a mí alrededor al que le pase lo mismo, al menos en el grado en que a mí me ocurre. Por el contrario, hablo con personas muy motivadas con lo que parece que vendrá en los próximos meses. Supongo que eso debería animarme a mí pero he llegado a la conclusión de que mis “neuronas espejo”, para ese asunto, no funcionan como deberían. Ya sabía de ellas por algunas publicaciones científicas y por los estudiantes que en algunas clases me preguntaron sobre su funcionamiento. Ya se sabe que, en contra la creencia generaliza, uno siempre tiene que “estar al día” en su trabajo. El caso es que ayer vi el programa Redes dirigido por Punset acerca de estas neuronas y de forma muy ilustrativa entendí su influencia en nuestros mecanismos de imitación y, por ende, comprendí por qué me asusto tanto con las películas de miedo pero no por qué sigo viéndolas. Aunque del programa destacaría las magnificas explicaciones de Marco Lacoboni a las insidiosas preguntas de Punset, creo que me di cuenta que algo fallaba en mis neuronas espejo cuando pensaba en los meses venideros. Supongo que, como Punset siempre aprovecha para decir, la felicidad es el estado que mejor va con nuestra salud. Sin embargo, por mucho que lo intento, no puedo fingir que me siento feliz ante la vuelta al cole. Mañana lo intentaré, lo prometo. Entre tanto, hago uso de mi derecho a la pereza. 

1 de septiembre de 2010

Un día, un libro

Si un día se te acercará un desconocido y te dijera que te concede tres deseos probablemente te reirías y pensarías que está loco. Sin embargo, si por seguirle el juego o quitártelo de encima le dijeras aquellos de: "quiero que se cumplan todos mis deseos", ¿qué pasaría entonces?. Esta es la sencilla premisa de la nueva novela de Thomas Glavinic. Por mi parte no diré más. Una novela absolutamente desconcertante.

Treinta y cinco


35. Treinta y cinco eran las frases que contenía su listado. No recuerda porque dejó de engrosar su listado de deseos. Éstos no habían dejado de crecer en los meses transcurridos desde que abrió por primera vez aquel cuaderno amarillo pero un día olvidó donde guardó su cuaderno y dejó de anotarlos. Últimamente olvidaba pequeñas cosas como la ubicación del cuaderno, pero también otros datos que, si bien podían carecer de importancia, a él no le hacía sentir bien. 
Para no olvidar compró otro cuaderno, esta vez rojo. En él escribiría información que consideraba vital. Comenzó por escribir cosas banales como el lugar donde había guardado su cuaderno amarillo y también expresaba conductas a llevar a cabo: "llamar a mi hermana", "planchar la ropa", "llamar al casero". Con el tiempo el pequeño cuaderno le dio seguridad y para evitar olvidar otras cosas comenzó a anotar emociones, sensaciones: "he llorado cuando rompí la vieja taza en la que desayunaba", "me ha gustado oír el sonido de las hojas secas bajo mis pisadas", "tengo ganas de besarle". Llegó un momento en que el cuaderno rojo se convirtió en su memoria y de él dependía la supervivencia de todos sus recuerdos. 
Un día olvidó donde había guardado aquel cuaderno y en menos tiempo del que podríamos imaginar también olvidó la existencia de dicho cuaderno, y con él sus recuerdos y también sus deseos ya que sin él no sería capaz de recordar aquel otro cuaderno amarillo. Lo que nunca supo es que no perdió el cuaderno, sino que éste fue robado. 35 fueron los deseos robados.