21 de octubre de 2010

Martes

Ya estaba despierto cuando sonó su despertador. Ponía la alarma por costumbre más que por necesidad. Se levantó y comenzó a ponerse aquella indumentaria verde que le había acompañado desde hace años, antes de que Elena desapareciera de su vida. Sorbió su café mientras miraba por la ventana como la luz de la mañana comenzaba a hacer más nítidos los objetos y pensó que comenzaba otro día de su anodina vida. Sin embargo, él no sabía que un evento inesperado en su habitual recorrido haría de este día algo diferente a lo habitual. Tras preparar el sándwich que tomaría como almuerzo abandonó su casa y en él a su perro. Iron tenía quince años y estaba seguro de que no llegaría hasta finales de año. Condujo hasta las naves donde se encontraba su instrumental de trabajo y una vez allí volvió a las calles, esta vez empujando un carro que portaba dos cubos y un par de escobas. Pensó: allá vamos de nuevo. Después de una horas recorriendo las mismas calles que día tras día barría, su mirada se topó con un objeto, una forma familiar que le hizo pasar del asco al estupor. ¿Quién habrá tirado esto aquí?, se preguntó. Y sin saber por qué deposito aquéllo en su bolsillo pensando que lo que en aquel momento necesitaba era un poco de hielo o, en su defecto, un buen congelador. 

19 de octubre de 2010

Lunes

En el momento en que, tras abotonarse la camisa, la tela que cubría su codo se rasgó con un ligero gruñido, supo que aquel lunes no traería nada bueno. Bebió su café con disgusto, con más sueño que cansancio y salió de su casa con más prisas de lo habitual tras haber ganado a la noche media hora más que cualquier otro día. En la escalera de su edificio resbaló y casi cayó al suelo. A pesar de haber conservado el equilibrio su rodilla emitió un pequeño chasquido que le provocó una cojera durante al menos una hora. En las clases, lo de siempre, diversos niveles de interés y motivación que constataban su opinión sobre que aquel que era realmente bueno no necesitaba de la ayuda de un profesor. Si no, como iba a sobrevivir el buen estudiante entre aquella jauría humana. En la sala de profesores el pesado de turno le pedía un cambio de horario por un motivo que ni recuerda y eso le obligó a tratar de recordar por qué coño había aceptado aquel cambio la primera vez. La mañana no mejoró cuando un repentino apagón hizo que todo lo que había estado trabajando en el ordenador de su departamento desapareció por arte de magia cuando la corriente eléctrica regresó. Intentó no pensar en toda esta serie de catastróficas desdichas y decidió comer fuera. Probablemente, los eventos de la mañana hicieran que todo lo viese de forma negativa. La sopa estaba fría. El pollo seco. El postre insípido.  Decidió que lo mejor sería regresar a casa, bajar las persianas y dormir mientras aquel lunes se convertía en martes. Le despertó el sonido del timbre. Mareado y desorientado se acercó hasta la puerta y miró por la mirilla para saber quién apretaba el timbre con tanta insistencia. Al otro lado de la puerta dos policías esperaban impacientemente. ¡Abra, sabemos que está ahí!, gritó uno de los policías. La cuestión entonces no era si abrir o no, si no cómo deshacerse de lo que escondía en el congelador. Desde el momento en que oyó su camisa rasgarse supo que aquel día no le traería nada bueno.