Dientes. Mandíbulas que se mueven al compás con un único objetivo: comer aquéllo por lo que han venido, aquéllo por lo que han estado esperando toda la semana, puede que incluso todo el mes. En ese batir de dientes, pequeños restos del manjar se van alojando entre sus colmillos y entre algunas de sus muelas. La carne golpea a uno y otro lado de la cavidad oral hasta ser atrapada por esas pequeñas y desgarradoras piezas dentales. Una tímida baba asoma por algunas de las comisuras de sus labios, mezcla de saliva y jugo que se desprende del rico manjar. Algunas recogen ese líquido sobrante y vuelven a introducirlo utilizando sus dedos como vehículo para ello. Otras ríen mostrando entre sus dientes la gula de sus prisas, sus ansias por degustar, por saborear. Algunas, sin que éste sea su propósito, envían entre sus palabras algún que otro trozo del que en esos momentos es su objeto de placer.
Acero. Afiladas cuchillas que giran, pican, cortan, machacan, arañan. Su ruido es amortiguado por las voces y susurros femeninos que esperan el segundo plato, y ya puestas, el postre. Una campana anuncia que el siguiente plato está preparado, listo para ser deglutido. Comienza de nuevo la orgiástica ceremonia para hacerse con un trozo. En realidad, ninguna de ellas consiente en mover un músculo mientras vuelven a pasar la bandeja que porta la comida. Tampoco se atreven a hacer acopio de un trozo que no les corresponda. Unas a otras se miran, deseando aquello que roza los labios de la otra, mientras que con una sonrisa preguntan: está rico, ¿verdad? Y aquélla otra responde que sí, pero añade que a ella, en su casa, le sale mejor porque hace tiempo que posee la ansiada máquina.
Aplausos. Un kilogramo de mandarinas congeladas en el vaso. El zumo de un limón y cinco segundos a velocidad 4, cerrar tapa. El resultado: sorbete de mandarina. Todas cogen el pequeño vaso de plástico y sorben la crema naranja que en él habita. Algunos vasos suenan vacíos como cuando tratas de absorber a través de tu pajita el hielo de un limón granizado de ese último verano. La clase de cocina ha terminado. Casi ninguna comprará la máquina pero han pasado la tarde fuera de casa, han merendado. Objetivo cumplido.
Exprés. Así se llama y así se escribe en youtube, el aterrador pero humano corto de Daniel Sánchez Arévalo donde la caprichosa máquina de este relato es también protagonista. ¿Qué os voy a decir? Estuve en esa clase de cocina, degusté la carne, degusté el pescado, sorbí a través de la pajita, me relamí, y al final, compré la máquina. Quizás una decisión extraña, pero así soy yo. No tengo piso, no tengo dinero en el banco, no visto de príncipe azul, pero tengo mi Thermomix, la adoro y eso me hace más comestible.
Acero. Afiladas cuchillas que giran, pican, cortan, machacan, arañan. Su ruido es amortiguado por las voces y susurros femeninos que esperan el segundo plato, y ya puestas, el postre. Una campana anuncia que el siguiente plato está preparado, listo para ser deglutido. Comienza de nuevo la orgiástica ceremonia para hacerse con un trozo. En realidad, ninguna de ellas consiente en mover un músculo mientras vuelven a pasar la bandeja que porta la comida. Tampoco se atreven a hacer acopio de un trozo que no les corresponda. Unas a otras se miran, deseando aquello que roza los labios de la otra, mientras que con una sonrisa preguntan: está rico, ¿verdad? Y aquélla otra responde que sí, pero añade que a ella, en su casa, le sale mejor porque hace tiempo que posee la ansiada máquina.
Aplausos. Un kilogramo de mandarinas congeladas en el vaso. El zumo de un limón y cinco segundos a velocidad 4, cerrar tapa. El resultado: sorbete de mandarina. Todas cogen el pequeño vaso de plástico y sorben la crema naranja que en él habita. Algunos vasos suenan vacíos como cuando tratas de absorber a través de tu pajita el hielo de un limón granizado de ese último verano. La clase de cocina ha terminado. Casi ninguna comprará la máquina pero han pasado la tarde fuera de casa, han merendado. Objetivo cumplido.
Exprés. Así se llama y así se escribe en youtube, el aterrador pero humano corto de Daniel Sánchez Arévalo donde la caprichosa máquina de este relato es también protagonista. ¿Qué os voy a decir? Estuve en esa clase de cocina, degusté la carne, degusté el pescado, sorbí a través de la pajita, me relamí, y al final, compré la máquina. Quizás una decisión extraña, pero así soy yo. No tengo piso, no tengo dinero en el banco, no visto de príncipe azul, pero tengo mi Thermomix, la adoro y eso me hace más comestible.