El barrio en el que crecí colinda con otro cercano al que la gente llama “Korea” con K. Un barrio de viviendas protegidas que, como muchos otros en nuestro país, fue foco de marginalidad y residencia de buena parte de la población gitana. Durante mi juventud crecí en la creencia de que, si bien no todos los gitanos eran malos, la mayoría eran vagos y poco fiables. Al gitano había que tenerle miedo, más aún cuando se movía en grupo, ya que su fuerza radicaba en la unión de la familia en temas de resolución de conflictos a través de la fuerza. Por este motivo, durante mucho tiempo, mi país del miedo estuvo habitado por gitanos. No sé de donde provenía este miedo puesto que, aunque mi padre siempre mostró hostilidad hacia ellos, mi madre mantenía excelentes relaciones con algunos miembros de la comunidad gitana. Largos años he dormido entre las sabanas que compraba a Carmen, una de las matriarcas, con la que hoy sigue hablando acerca de temas de salud y otras preocupaciones. También estaba “Jenry”, un gitano con deficiencia mental severa, que cuando te veía fingía masturbarse mientras emitía gruñidos, pero que despertaba más ternura que desprecio. Tampoco tuve ningún enfrentamiento o episodio que alimentara mis miedos pero, todavía hoy, puedo recordar el pánico que me producía cruzarme con algún joven gitano cuando regresaba a casa después de una noche de fiesta.
Hace muy poco tiempo, mis padres mudaron su residencia una calle más arriba de la que vivían entonces, más cerca de Korea, aunque el barrio ya no es lo que era. La mayoría de los gitanos se han marchado a otras zonas del pueblo donde se habían alojado inicialmente los nuevos ricos. Coincidiendo con nuestra mudanza una familia gitana, formada por aquellos que años atrás observaba por las calles de mi barrio, se han mudado a la casa de al lado. Fruto de este matrimonio dos hijas. Una de ellas, la mayor, gordita y con la voz que algunos humoristas han popularizado imitando a los gitanos, me busca para hablarme de sus costumbres, de su amor por la música flamenca, de sus bailes que han conseguido escapar a los éxitos internacionales de Lady Gaga o Madonna. Durante una de estas conversaciones me revela que cuando su hermana pequeña tenía cuatro años le dijo que los padres eran los reyes, mejor ella que otra persona, me cuenta. En su móvil busca la lánguida voz de “El Gordo” para que así pueda escuchar el cante gitano, como ella lo llama. Le pregunto si dicho cantante es Falete. Ella pone sus ojos en blanco y, rotunda, me dice: “él no es de los nuestros”. Me rió por su comentario mientras saludo a la mujer marroquí que regala a mi madre pan de pita para agradecerle la ropa que el otro día le dio. Me sorprende ver como mi padre le da dos besos a esta mujer y le desea feliz verano de vuelta en Marruecos y ella le dice: “adiós amigo”. Me deleito con la diversidad de ese microcosmos que es Korea y por unos instantes me olvido del país del miedo, que seguirá rondándome pero, ahora, me preocupa menos.