
Sentada en su vieja butaca cerró el libro al consumir su última página. Lo dejó en su regazo y apoyo sus dos manos contra él. Suspiró mientras pensaba en aquel final que había releído ya cinco veces. Las primeras cuatro veces llegó a la conclusión de que la decisión de April Wheeler había sido la correcta dada su situación. El personaje había tomado una drástica salida ya que se sentía incapaz de cambiar el contexto y la sociedad en la que le había tocado vivir. De hecho, la conducta de April le había parecido la de una heroína y así trato de hacerlo ver a los miembros del club de lectura con los que había compartido su primera revisión del texto de Richard Yates. Por supuesto, aquellas personas habían ignorado su opinión, argumentando que April debería haber hecho algo tan sencillo como pedir ayuda. Sin embargo, ella creía entender la desesperación de April y su dificultad para solicitar esa ayuda. Este evento le hizo abandonar el club de lectura y con él las pocas relaciones sociales que, por aquellos años, mantenía. A sus 65 años se sentía como si ya tuviera 90 aunque seguía aferrada a la vida, no como su personaje favorito. Se decía así misma que no tenía la fortaleza que April y, a pesar de que en muchas ocasiones pensó que su existencia carecía de sentido, nunca fue capaz de seguirla, de tomar ejemplo. Pero aquel día, en el momento en que acabó la quinta lectura de aquella preciosa novela, algo en su interior se rompió. Donde anteriormente vio valentía, ahora veía cobardía y entonces, por primera vez, comprendió las palabras de John Givings en aquella misma novela. April debió haber canalizado su ira y su frustración de otra manera. Podía haberse largado a Europa ya que, al fin y al cabo, dejó a sus hijos huérfanos. Podía haber roto aquella profecía que la autoaferraba a una existencia miserable. Con aquel pensamiento miró a su alrededor y vio todos los libros que la rodeaban. Había dedicado los últimos años de su vida a releer todas aquellas novelas que, ahora pensaba, debería haber tirado hace tiempo. Se levantó despacio, su cuerpo no le dejaba hacerlo de otra forma, y fue hacia su escritorio. Miró todas aquellas cartas escritas a mano donde había volcado todo lo que iba sintiendo durante esos años, donde había hecho comentarios de los libros que iba leyendo y donde se encontraba lo que se suponía era el manuscrito de su propia novela. Lo dejó todo allí, entre las tinieblas de la luz del atardecer que deja paso a la noche. Se vistió con su mejor vestido, metió en su bolso la cartilla del banco y la foto de aquel a quien una vez amo. Dejó abierto el gas mientras se maquillaba. Volvió a su escritorio, cogió las cartas y aquel manuscrito que tanto tardó en acabar. Volcó todos los papeles en el paragüero que adornaba la entrada. Prendió una cerilla y la lanzó contra el papel. Abrió la puerta de su casa y salió a recibir el frío de la noche. Montó en su coche y con una enorme sonrisa puso dirección a Las Vegas. Era momento de pedir ayuda y, mientras tanto, de pasarlo bien aunque eso supusiera acabar con el último centavo de sus ahorros. Ahora, la casa ardía y con ella la April que le había acompañado durante todos estos años.