23 de diciembre de 2009

Retrato de una desconocida




El otro día alguien me dijo que cuando mira hacia las luces que iluminan los pisos de un edificio piensa en las diferentes historias que albergarán esas luces y también los posibles problemas que les tendrán ocupados. Comentario que me resultó familiar porque mi propia madre también habla en esos términos cuando viajamos a cualquier otra ciudad. El caso es que volviendo de una ciudad situada al sur de la península, el azar me regaló un encuentro con una de esas historias que pueblan las luces encendidas de cualquier edificio.
La suerte me unió a una maestra que, como yo, se dirigía a Cuenca. Estuvimos hablando, sin parar, las dos horas que duró el trayecto, comentado el frío de nuestra comunidad para, después, compartir opiniones en torno a temas más personales, en algunos casos, pertenecientes a esa intimidad que nos ofrecen las paredes de una casa. Desconozco su nombre, aunque puedo recordar su rostro surcado por el paso del tiempo y, también, por esas experiencias vitales de las que me hizo participe.
De origen conquense, pronto dedica su vida a la docencia al no poder continuar sus estudios universitarios en Madrid, por falta de financiación familiar. También joven inició su relación con el que actualmente es su marido, un ingeniero de obras públicas, que hasta hace poco no tuvo una residencia fija donde construir el núcleo familiar. “La distancia se lleva mal para que engañarte, pero no había otra” me respondía cuando le pregunté por ello.
La espinita de no haber tenido oportunidades para avanzar en su formación le llevó a la creencia de que mejor sería abandonar la capital conquense e instalarse en Madrid para ofrecer a sus hijas las posibilidades de las que ella no pudo disfrutar. Sin embargo, como comprobó después, sus hijas optaron por otras ciudades en las que vivir su experiencia universitaria. Para cuando eso llegó ya había vivido en Barcelona y en Santander, siguiendo la senda de su marido y solicitando traslado tras traslado hasta llegar a ese Madrid que le ha ofrecido muchas cosas pero también le ha quitado otras. Ahora que su marido ya está jubilado y ambos podrían disfrutar de su compañía mutua, ella solicitó el traslado a Cuenca. El observador externo podría pensar que una vez acostumbrado a la distancia ésta se busca. Ella me confirma que no y me informa de que la vida, en ocasiones, te obliga a seguir tomando caminos que uno no desea. La enfermedad de su madre le obliga al traslado para poder atenderla y su marido se queda en Madrid para ayudar con las mellizas de su hija mayor.
La historia personal se corta ahí cuando comienzo a preguntarle sobre su trabajo, cuando comienzo a absorber información sobre su experiencia en torno a todo aquello que a mí me hubiera gustado experimentar en cuanto a la función docente en la educación primaria. Y luego, con la naturalidad de quien habla con un desconocido, comienza su relato en torno a la historia de maltrato psicológico sufrida por su hija y la decisión que ella tuvo que tomar de llamar a la policía. Se pregunta si hizo bien en intervenir, pero no podía seguir viendo aquella situación sin mediar. Y el trayecto llega a su fin cuando me dice que su familia no había tenido grandes problemas hasta aquel momento, pero que nada podía librarnos de sufrir algún tipo de desgracia, de la naturaleza que fuera. Le confirmo la certeza de su pensamiento y me despido, probablemente, para no volver a verla nunca jamás.
No acierto a describir la sensación pero me sentí orgulloso de hablar con ella, de haber fomentado en ella la confianza para comentarme aquellas cosas. Es cierto que creo que necesitaba hablar con alguien que no fuera de su círculo, porque quizás así se sentía menos cohibida a la hora de expresar sus ideas y sus sentimientos. Entonces, volvía tomar conciencia de lo importante que es contar con eso que algunos llaman “apoyo social”, una red de personas o una persona con la que compartir tus inquietudes, tus dudas, tus temores, tus agobios y, como no, tus alegrías, tus ilusiones, tus ideas. El vínculo con otras personas, por muy débil o superficial que éste pueda ser, es importante, fundamental porque nos demuestra que, ante todo, somos sociales y necesitamos del otro, de los otros.

3 comentarios:

La Petra de Cuenca dijo...

Que curioso cuando menos lo esperas el azar te sorprende con historias tan enriquecedoras.
Aunque no nos guste reconocerlo que sería de nosotros sin ese "apoyo social".Todos antes o después necesitamos de los otros.Que afortunados que somos de poder tener a nuestro lado alguien con quien compartir nuestras inquietudes y alegrias.

Muchos besos.

Juan dijo...

Raúl: gracias por la sugerencia, que creo que añade interés al blog y al experimento. Te deseo torrencialmente lo mejor para el año que viene.
Besos

Juan dijo...

gracias por los comentarios. Me alegra ver que el blog despierta tan interesantes reflexiones.