Una actitud, en palabras de Katz (1967), es una predisposición del individuo a evaluar algún símbolo, objeto o aspecto de su mundo de una forma favorable o desfavorable. De esta manera podemos tener una actitud favorable o desfavorable al hecho de que Karmele Marchante haya sido eliminada de la carrera hacia eurovisión. Pero las actitudes no se miden en términos absolutos ya que no sólo implican valencia (+/-), sino también intensidad.
De hecho, aunque el ser humano busca siempre la coherencia actitudinal (y pocas veces la encuentra) pueden convivir con actitudes que, si bien no tienen por que ser contradictorias, pueden entrar en contradicción. A un individuo puede no haberle gustado la acción de televisión española en el caso de Karmele Marchante, pero no ser un gran ferviente admirador de la susodicha. En otro orden de cosas, uno podría estar en contra del aborto pero no censurar o rechazar a una amiga que ha decidido abortar.
El caso es que es importante tener en cuenta que las actitudes cumplen distintas funciones para las personas. Sirven para conseguir refuerzos o castigos, como cuando mostramos una opinión favorable a la conducta de nuestro jefe esperando ganar sus favores. Poseen una función expresiva de valores, a modo de tarjeta de presentación, ya que si muestro, por ejemplo, mi acuerdo con la equidad entre hombres y mujeres estoy informando sobre mis valores, a no ser que lo haga por congraciamiento. Cumplen también una función de conocimiento en la medida en que si sé que mis ideas son adecuadas en un determinado contexto, esto me producirá bienestar.
Pero entre sus funciones la más curiosa e interesante es aquella que contribuye a salvaguardar nuestra autoestima: la función defensiva del yo. Con este mecanismo nos sentimos más satisfechos de nosotros mismos proyectando en otros nuestros propios problemas personales. Esta última función, de orientación psicoanalítica, nos lleva a proyectar la propia frustración sobre los otros cuando nuestra autoestima se ve amenazada. De forma que localizamos en el otro sentimientos y deseos que no reconocemos o rechazamos en nosotros mismos. Aquí cabría la máxima de que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pero no nos culpemos por ello, nuestras actitudes son el fruto de un largo proceso de socialización y, por ello, son difíciles de cambiar aunque no imposibles. Ante la proyección de los demás, no viene mal la indiferencia como receta. De nuestra proyección hacia los otros, algo de honestidad no haría daño.
Hoy leía la columna que Manuel Vicent escribió el domingo en El País y que titulaba "Lágrimas". Preciosa reflexión sobre la actitud ante la vida de los niños haitianos y de tantos otros en diversos países. Nos cuenta en su columna, Manuel Vicent, como estos niños no han desarrollado un llanto social. Ese llanto que, a través de sonidos, énfasis y tonos variables, tratan de llamar la atención de los otros en busca de ayuda. Los niños haitianos solo tienen lágrimas pero no lloran porque han aprendido que tras su llanto no se producirá la ayuda o el cariño. Podríamos añadir que los niños haitianos tampoco proyectan porque aunque puedan culpar a otros de lo que sucede en su entorno, saben que esto no solucionará su problema.